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MI PRIMER VIAJE EN TREN

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Por Fernando Portolés Reboul ()
Madrid.- Hice mi primer viaje en tren con doce años. Iba con mi hermano, que tenía catorce. Solos los dos. A Granada. Mis padres nos despidieron en el andén. Al día siguiente nos reuniríamos con ellos, que iban por carretera. El viaje duró toda la noche.
Nuestros asientos estaban en una fila de tres butacas enfrentada a otra igual. Me senté junto a la ventanilla y a mi lado, mi hermano. El tercer asiento iba vacío. Frente a mí se sentó un niño de unos seis años con su madre en el asiento contiguo. Me miraba muy quieto y muy serio, como enfadado. El tren empezó a moverse y miré por la ventanilla. El cristal estaba muy rayado, viejo, con manchas. Mi hermano casi se subió a mis hombros y les dijimos adiós a mis padres con la mano. Cuando el tren salió de la estación vimos las luces de la ciudad. Siempre me han maravillado las ventanas encendidas de los edificios porque imagino las historias que esconden. Anónimas y lejanas.
El tren era viejo, un rugir continuo, una amalgama de ruidos que se acompasaban a los traqueteos del vagón. Era imposible dormir. Y sin embargo, el niño frente a mí lo consiguió en cuestión de minutos. Y dormido como estaba, empezó a moverse y a darme patadas sin cuartel. Yo me pegaba al asiento y separaba las piernas, pero él parecía estirarse más para alcanzarme. Yo miraba a su madre, que leía una revista. No me atreví a decir nada y me puse a mirar por la ventanilla. No sabía por dónde íbamos. Fuera la oscuridad era absoluta y sólo conseguía ver mi propio reflejo en el cristal. Mi hermano iba tumbado en el asiento vacío de la fila.
Pasábamos de vez en cuando por estaciones apagadas en las que el tren no paraba. Veía de forma fugaz su reflejo en las ventanas de la estación. Y los andenes vacíos. Pero otras veces paraba en medio de la nada. Yo agradecía ese efímero descanso de tirones y ruidos. Imaginaba que era para dejar pasar a otro tren y aprovechaba para cerrar los ojos unos segundos. Y cuando arrancaba, intentaba mantenerlos así. Empezaba a contar los zarandeos a derecha e izquierda. Volvía a abrir los ojos. A lo lejos, las luces amarillas de algún pueblo punteaban la oscuridad. Las lámparas del vagón parpadeaban de vez en cuando como si fueran a apagarse. Y así, poco a poco, se fue la noche y llegó el final del viaje.
A veces me pregunto por qué lo recuerdo tanto. Y quizá la respuesta estaba en aquel niño que me daba patadas. Y en no tener allí a mi madre, como siempre, y simplemente, callarme y mirar por la ventanilla. La ausencia no acostumbrada, su falta. Y, por primera vez, anticipar el frío.

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