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Por Jorge L. León ()

Houston.- Aún hoy, cuando Cuba es un despojo social y económico, hay quienes insisten en glorificar a Fidel Castro como una figura respetable de la historia. Pero los hechos son testarudos, y la memoria limpia exige valentía.

Castro no fue un estadista, ni un revolucionario honesto: fue un mentiroso patológico, un corruptor profesional, un destructor sistemático de la nación cubana. Su legado es de ruina, miedo y vergüenza.

Desde que tomó el poder, mintió sin tregua. Afirmó que la revolución no era comunista, mientras negociaba con Moscú a espaldas del pueblo. Prometió elecciones libres que jamás ocurrieron. Juró que no habría culto a la personalidad y terminó multiplicando su imagen hasta el absurdo, invadiendo cada pared, cada escuela, cada cuartel con su rostro y su verbo hueco. Dijo que respetaría la propiedad privada y terminó asfixiando toda iniciativa productiva, nacionalizando con violencia, confiscando sin derecho, sembrando pobreza y dependencia.

Las mentiras se volvieron políticas de Estado. Proclamó que Cuba produciría más leche que Holanda mientras desaparecían las vacas y los niños crecían sin un vaso diario. Prometió carne y trajo cartones de croquetas, frazadas de piso disfrazadas de bistec, y colas infinitas por un hueso.

Juró que viviríamos mejor, y nos arrojó a una existencia miserable, de apagones, escasez, miedo y frustración. Aseguró que no necesitaríamos ayuda extranjera, y convirtió a Cuba en una isla pedigüeña, incapaz de sostenerse, arrastrando su dignidad por los pasillos de cada embajada.

La maldición de un país

Prometió respeto, y encarceló homosexuales, expulsó religiosos, desterró intelectuales, y convirtió el miedo en sistema de control. Prometió libertad de movimiento y convirtió el mar en tumba para quienes huían, y el aeropuerto en trinchera contra la emigración. Dijo que no tenía fortuna, pero vivió rodeado de lujos, aislado en casas secretas, protegido por una élite que disfrutaba del confort negado a su pueblo. Bebía coñac de 800 dólares, mientras millones sobrevivían con pan racionado y esperanzas rotas.

Pero más allá de las cifras, de las estadísticas y de las ruinas visibles, el daño más profundo que causó fue moral y espiritual. Destrozó el alma de un país. Incentivó la doble moral, la delación, la obediencia ciega. Enseñó que mentir era útil, que fingir era necesario, que callar era obligatorio. Convirtió a Cuba en una nación de sobrevivientes, donde pensar distinto era traición y soñar con libertad era delito.

Fidel Castro mintió para ascender, mintió para consolidarse, mintió para perpetuarse. Y su mentira más perversa fue haberse presentado como el salvador de un pueblo, cuando en realidad fue su opresor más despiadado. Hoy, la historia verdadera lo empieza a colocar en su sitio: no entre los grandes, sino entre los más dañinos impostores del siglo XX. No entre los constructores, sino entre los sepultureros de la esperanza.

Y sin embargo, aún hay quien le rinde homenajes, como si la miseria, el exilio y la represión no fueran pruebas suficientes. Pero el juicio definitivo no lo dictarán ni los carteles oficiales ni los discursos amañados, sino la conciencia despierta de un pueblo que ha sufrido demasiado para seguir engañado.

La verdad, por más silenciada que haya sido, tiene memoria larga. Y llegará el día —porque llegará— en que su nombre no inspire obediencia ni temor, sino rechazo y repudio. Porque Fidel Castro no fue un libertador: fue la maldición de una nación que merecía un destino mejor.

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