Mantilla.- Amanecer con los gritos de un niño. Despertar con la sensación que algo malo está pasando. Tuve que salir. Uno en Mantilla aprende de broncas, de robos, de asaltos. Una aprende a identificar cuando el perro le ladra a un gato o cuando ladra porque ya tienes a alguien metido en casa intentado robar.
Mi vecina Odalis y yo tenemos código construidos, nuestros. Me hace seña desde su ventana y entiendo qué está pasando. Como tantas veces entro y cuelo café, con el espíritu naturalizado de otra bronca más. En los barrios también se aprende a no intervenir, a no ser que el problema te afecte directamente. Dinámicas que solo se entiende viviendo aquí. La selva oscura que la clase y la intelectualidad nombra y dista de entender.
Las voces en medio de la madrugada se escuchan todas. El niño grita «suelten a mi papá», y el abuelo, «te va a matar, vete». A mi se me revuelve la vida porque sin ser categórica, nada en este mundo despierta más mi ira, mi instinto de querer tener la fuerza del universo que ver golpear o maltratar a una mujer.
Se de los golpes en el cuerpo, se de la indefensión que se siente ante un ser con más fuerza que tú, golpeándote, humillándote, vejándote . También del miedo convertido en fuerza, fuerza que te ciega y ya no te importa nada, ni morir.
Salgo. Estamos Odalys, otra vecina y yo. Es increíble. Solo mujeres hemos salido a ayudar. No es chisme es entender de amor, dolor y de ayuda. Es la comunión en barrio que se teje en cada acto de vida en la historia del otro. Hace rato se llamó a la la policía.

El repeto que me he ganado ha sido a base de respetar, quizá por eso le digo a la muchacha en el tono de una Mantilla profunda: «repinga, vete». Me incomoda que siga ahí, y me duele ahora que ese haya sigo mi pensamiento. Reacciona, me mira con el rostro de quién vuelve a la realidad, coge al niño y se va.
Tengo miedo. Nunca había visto a alguien tan poseído. He visto a gente fuera de sí. Una fuerza descomunal que escapa a dos hombres fuertes, a una madre rogando y a tres mujeres suplicando que se calme. Agua de hielo, en un cuerpo caliente, en ojos rojos encendidos en sangre.
Más cerca, nosotras. Cada una diciendo desde el corazón palabras de sosiego y calma. Creíamos que estaba calmado cuando lo sueltan. Salta del portal al techo del carro y brinca la cerca. Se va tras ella. Una reacción incorporada en ellos me sacude. Ellos lo conocen, son su familia. Mis vecinas también tienen incorporada una situación así. Yo no. Yo solo pienso que la puede matar. Dudo. No estoy tranquila, pero solo deseo volver al sitio donde el silencio y la luz se han vuelto las paredes de mi hogar.
Ellos se van, tienen que trasportar al personal de sus trabajos. Yo no puedo entender cómo se pueden mantener en pie, a mi me tiembla todo el cuerpo. Busco tilo. Todo el tiempo me pregunto qué hago en medio de ese evento. Me conozco y sé que la cara de de ese niño y de esa madre no se van a ir tan fácil. Entiendo que en el camino hacia el equilibro aún queda mucho por entender y transitar.
Regresa más calmado. Aún con una fuerza que no entiendo. La fuerza, el demonio del trance que subyace. Está poseído. Hoy ella ganó un día más. Entiendo entonces cómo es que un hombre puede matar a una mujer. Tiene encima cinco mujeres, todas hablándoles.
Sigue con la vista perdida. Solo dice: «yo la voy a coger, yo la voy a coger». Me mira y siento una conexión rara. Me acaba de escuchar.

No sé decir palabras condescendientes, no se hablar desde la complacencia. Siempre ha mediado un respeto exquisito entre ambos. Soy nueve años mayor que él. Lo vi nacer. En sentido general marco una distancia porque son «muy ellos» como vecinos. Aún sigo preguntándome qué hago ahí, y sigo en mi cabeza con los gritos de un niño y el rostro sin color de su madre.
Hablo. Le hablo desde lo objetivo, desde la palabra que nombra lo que está pasando. Sin histeria, sin gritos, con un sentimiento de desapego total. El no me importa, podría caer muerto en ese instante y despedir a un singao más de esta tierra. Ahora me importa que se calme, me importa que no insista en buscar a su mujer. Me importa que a su madre enferma le vuelva el color al rostro. Se va calmando, rompe a llorar y yo solo pienso ¿cómo puede el alcohol durar tanto? No sé. Hace años, un «Él» me hizo odiar el alcohol, lo asocio a dolor.
Pienso más allá de lo vivencial. Encuentro un equilibrio justo entre lo que me hace estar ahí y lo que de ahí no me importa. Él no me importa, él me es muy repulsivo. Me dice: «el complejo me mata». Es entonces cuando entiendo lo mínimo, lo reducido, lo nulo en un hombre, la mierda interna en autoestima, y complejos que lo puede llevar a hacer tanto daño.
Un feminicidio no es un hecho fortuito en casi todos los casos. Un feminicidio es la consecución de muchos factores. La suma de eventos en gente rota, torcida, enferma, en una sociedad que se cae a pedazos, fracturada. Un país lleno de parches, tiritas en máscaras donde preferimos la hipocresía, la abulia, la conformidad. Una sociedad machista y misógina donde parimos y criamos hombres, animales con instintos primarios, alimentados en egos y poder, tambien muy débiles y rotos.
Escribo repasando mi amanecer. He descargado el suceso a quien resulta brisa fresca en mi rostro, cachito pa vivir. Pensar me devuelve al sitio del que no quiero salir. Mi paz, mi foco, la introspección justa y necesaria donde suelo pasar mis días en este viaje Cuba. Una cosa es entender, sostener y abrazar una causa una idea, otra es vivirla de frente. Nadie debería estar, vivir. Intervenir un evento así. La policía nunca llegó.
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