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Maduro lamenta no haber entregado el poder

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Por Joaquín Santander ()

Caracas.- Nicolás Maduro mira por la ventana del Miraflores y, entre un suspiro y un sorbo de ron, o de café, musita para sus adentros: “Debí entregar la banda presidencial”. No es que haya tenido una epifanía democrática, ni que le remuerda la conciencia por los millones de fantasmas que hoy hurgan en la basura de Caracas. Es algo más práctico, más terrenal. El hombre se da cuenta de que, con la fortuna que había acumulado en todos estos años de vacas gordas y vacas flacas (pero, sobre todo, de vacas comidas), podría estar ahora mismo en una isla privada. Con un nombre falso y el pasaporte dorado de una micronación, vería amanecer sobre el mar desde una hamaca de seda.

En lugar de eso, está aquí, atrapado en su propio laberinto, escuchando cómo los mismos perros que él alimentó comienzan a gruñir en la trastienda.

La elección era la oportunidad perfecta. Perder, qué palabra tan fea, tan de pobres. Él no perdía; él magnánimamente “concedía” el paso para desenmascarar al imperio y su títere, Edmundo González. Ese señor que parece un contable de provincias y al que, de tan inofensivo, le saldrían alas si se pusiera de perfil.

Entregar el poder no habría sido una derrota, sino la jugada maestra final. Una retirada táctica hacia la riqueza absoluta. Habría sido una retirada hacia el anonimato de los grandes ladrones que se funden con el paisaje de Saint-Tropez o de Dubai, donde la moral es un condimento que no se sirve en los cócteles.

Habría sido el gran hurón, el golpe de efecto final. Ustedes se quedan con el país en llamas, yo me quemo las naves en un horizonte de cuentas numeradas.

El orgullo lo cegó

Pero no. El orgullo, ese consejero pésimo que siempre huele a colonia barata y a discurso de autobús, le dijo que se quedara. Que él era el elegido, el heredero de un chávar que ya ni los más chavistas recuerdan sin una mueca de dolor de estómago.

Pensó que podía manejar el huracán. Las FANB le eran leales no por amor, sino por miedo y por chequera. Se olvidó de que el miedo es un arma de doble filo que corta hacia adentro, y que las chequeras, cuando se vacían, se cierran. Cierra con un click que suena a sentencia de muerte.

Ahora tiene que lidiar con una oposición que ya no pide, sino que exige, y con unos militares. Estos miran las sábanas de seda de su cama y piensan: “Eso lo pago yo con un mes de mi sueldo”.

La tragedia griega, pero con boliburgueses. Maduro debe de sentir que está en una obra de Shakespeare dirigida por los hermanos Marx. Lo más probable ahora no es que se lo lleve el imperio, ni que lo juzgue un tribunal de La Haya lleno de rubios con antiparras. Lo más cruel, lo más poéticamente justo, es que lo mate su propia gente. Que el mismo general al que le regaló una mansión con forma de transatlántico sea el que, buscando un indulto o un puesto en el nuevo orden, le ponga la pistola en la nuca y le diga: “Por la patria, presidente”.

Será la traición final, la que cierra el círculo de la hipocresía. Lo entregarán, lo venderán, lo trocearán como un bien de cambio para salvarse ellos. Es el código no escrito de las ratas: cuando el barco se hunde, no importa quién sea el capitán. Lo que importa es quién se queda con el último salvavidas. Y hasta con los 50 millones prometidos por Trump.

Sabe que está sentenciado

Y así, el hombre que pudo haber sido el fantasma más rico y escurridizo del siglo XXI, el que se reía del mundo desde una cuenta en las Caimán, se quedará atrapado en el decorado de su propia obra. Verá cómo los que ayer besaban su anillo hoy firman declaraciones en su contra. Cómo los medios estatales que cantaban sus loas empiezan a buscarle las costuras. Finalmente, verá cómo el palacio que creyó su fortaleza se convierte en su jaula.

Todo por no dar el paso al lado ese día, por no soltar el muerto a tiempo. Ahora el muerto es él, y su gente ya está oliendo la herencia.

Al final, la historia lo recordará no como un ideólogo, ni como un revolucionario. Más bien, como el jugador avaricioso que no supo retirarse a tiempo con todo el botín. Prefirió el trono podrido de un reino de mentira al confortable exilio de un ladrón con clase.

Y ahora, entre susurros en los pasillos del poder, solo se oye una cosa: el sonido de un cuchillo siendo afilado. No en Washington, no en Bruselas. Aquí, al lado, en la cocina. Y Maduro sabe que va a caer y se lamenta por no haber soltado a tiempo la banda presidencial.

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