Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Maduro: el narcodictador que juega a la guerra con cartas marcadas

Comparte esta noticia

Por Fer Montero ()

Caracas.- Nicolás Maduro se ha convertido en el hombre más buscado de América Latina, pero no escapa en una furgoneta discreta: preside un país desde un palacio rodeado de milicianos, mientras Estados Unidos despliega destructores frente a sus costas como si Venezuela fuera el nuevo teatro de operaciones de Narcos: la versión geopolítica.

La recompensa de 50 millones de dólares por su cabeza —equivalente al PIB de varias pequeñas naciones caribeñas— no es solo un precio: es una declaración de guerra personalizada.

Trump, que ya no contento con construir muros ahora envía buques de guerra, ha decidido que Maduro es el Pablo Escobar del siglo XXI, pero con tanques y misiles. Y lo más irónico es que el chavismo, que tanto habló de soberanía, ahora depende de milicianos armados con fusiles viejos para frenar a los marines más entrenados del mundo.

La traición es el perfume de cada madrugada en Miraflores. Maduro movilizó a 4,5 millones de milicianos —cifra que huele a invento chavista—, pero ni siquiera confía en su propia sombra. Los generales le juran lealtad mientras sus cuentas en Panamá crecen más que la inflación venezolana, y los mismos que ayer gritaban «¡Patria o muerte!» hoy susurran en los pasillos que 50 millones de dólares podrían comprar muchas patrias y muy poca muerte.

El régimen es un castillo de naipes donde cada carta es un delator en potencia: los mismos que entregaron a Noriega ahora podrían empaquetar a Maduro con cinta adhesiva y enviarlo a Miami como un paquete FedEx. Y Nicolás lo sabe.

A merced de las decisiones de Trump

Los buques estadounidenses —el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson— no están ahí para hacer turismo. Son misiles flotantes que Trump mueve como fichas de póker en una partida donde Maduro solo tiene comodines falsos.

El Pentágono ya reinterpretó las normas para permitir operaciones contra «narco-terroristas», y Venezuela es el blanco perfecto: un país donde el cartel y el gobierno son la misma cosa.

Lo próximo podría ser un bloqueo naval que estrangule la ya moribunda economía venezolana, o incursiones de Navy SEALs para «capturar objetivos de alto valor». Maduro juega a la resistencia con un ejército de hambrientos y armas de la Guerra Fría.

Trump no necesita invadir: puede asfixiar lentamente al régimen mientras ofrece recompensas a los desertores. Su estrategia es clara: convertir a Maduro en un paria internacional, secuestrar sus aviones privados (ya incautaron 700 millones en bienes) y esperar a que algún coronel ambicioso decida que 50 millones valen más que un juramento bolivariano.

El próximo paso podría ser un embargo total al petróleo venezolano —el último juguete que le queda al chavismo— o ciberataques para dejar sin luz a Miraflores. Trump prefiere el golpe silencioso al ruidoso: por eso envía barcos en vez de bombas.

Entre drogas y balas

Irán y Cuba gritan desde la orilla, pero son aliados de cartón. Teherán manda misiles verbales mientras Maduro se ahoga, y La Habana —que ni siquiera tiene luz para sus ciudadanos— ofrece «solidaridad» como si fuera un plato de lentejas. China apenas llama a la cautela y poco más.

Lo único real son los 4.000 marines que practican tiro al blanco en aguas del Caribe, los submarinos nucleares que trazan círculos alrededor de Venezuela y los aviones espía que sobrevuelan las aguas venezolanas como buitres esperando el festín. Maduro se aferra a la retórica antiimperialista, pero hasta su discurso suena a replay de un casete roto.

El final más probable es un Maduro acorralado, viendo cómo sus generales negocian su rendición a cambio de inmunidad. Pero Trump podría preferir un espectáculo: una operación relámpago que termine con el «narco-dictador» esposado en la cubierta de un destructor, repitiendo la foto de Noriega pero con mejor iluminación.

La otra opción es que Venezuela estalle en una guerra civil donde los milicianos se enfrenten a los traidores, mientras EE.UU. observa desde lejos y el pueblo muere de hambre entre misiles.

Sea como sea, Maduro ya perdió: se convirtió en el villano de una película que Trump dirige desde Twitter (o X, como le dicen ahora), y el único guion que le queda es huir a La Habana —si es que Cuba lo recibe— o pudrirse en una celda en Miami.

El chavismo no murió de un disparo: se suicidó vendiendo droga y comprando balas para matar a su propio pueblo.

Deja un comentario