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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- Un parlamento que vota levantando la mano, en fila y sin disentir, no es un órgano legislativo: es el retrato perfecto de la sumisión. Nada lo distingue del perro que mueve la cola cuando ve llegar al amo; del que espera resignado la migaja que cae de la mesa; del que jadea dócilmente cuando la mano que lo domina le pasa por el lomo. La diferencia es que, en este caso, los actores no son animales, sino los supuestos representantes del pueblo cubano.
El Parlamento cubano aprueba todas y cada una de las propuestas del Partido Comunista de Cuba por unanimidad. No una unanimidad voluntaria, consciente y fundamentada, sino una unanimidad cobarde, desprovista de argumentos, de debate, de derecho a expresar inconformidad. Es un teatro donde la mano levantada no significa asentimiento, sino obediencia. Donde no existe discusión, porque discutir significaría cuestionar al amo. Y cuestionar al amo sigue siendo un pecado político en Cuba.
La distancia entre ese parlamento y el pueblo al que dice representar es abismal. Los diputados hablan cuando les permiten hablar, callan cuando se les ordena callar y votan únicamente lo que se les dicta votar. Su rol se limita a ejecutar la coreografía del poder: mover la mano, asentir, aplaudir. Mientras tanto, el país se derrumba, la economía se hunde, los servicios colapsan y las libertades desaparecen, pero en la Asamblea Nacional todo es “unidad”, “apoyo”, “compromiso” y “voto unánime”.
A ese espectáculo de obediencia automática lo llaman democracia socialista, y a sus ejecutores los autodenominan socialistas democráticos, como si el simple uso de las palabras bastara para conferir legitimidad a un sistema que, en esencia, niega toda democracia y toda soberanía.
El Parlamento cubano no es un órgano legislativo, ni un espacio político, ni una institución soberana. Es una herramienta. Una herramienta empleada por una banda de delincuentes políticos que usurpan el poder desde hace décadas. Un instrumento decorativo utilizado por los ocupas del poder para simular una legalidad que no existe, para vestir de formalidad jurídica lo que no es más que autoritarismo desnudo.
Mientras la mano siga levantándose sin pensamiento, sin análisis y sin voz propia, Cuba no tendrá parlamento, ni leyes, ni Estado de derecho. Tendrá un coro de obedientes. Una asamblea de sometidos. Una escenografía que intenta ocultar, sin éxito, la verdad que cada cubano conoce: en Cuba gobiernan los que mandan, no los que representan al pueblo.