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Por Redacción Internacional
La Habana.- En Nueva York, un representante del gobierno cubano habló de niños. Los definió como prioridad, como sujetos de protección integral, como beneficiarios de planes estratégicos, indicadores múltiples y resiliencia climática.
Ernesto Soberón Guzmán, con el micrófono de la ONU delante, describió una Cuba que parece sacada de un folleto de UNICEF: infancia atendida, adolescencia cuidada, programas en marcha. El aplauso llega siempre más fácil cuando se pronuncian esas palabras mágicas: protección, niñez, cooperación.
Pero en La Habana, en Santiago, en Holguín, los niños no escuchan discursos. Piden monedas en las esquinas, venden maní en bolsitas, improvisan canciones por unas monedas. No saben qué es un Plan Estratégico 2026–2029 ni les importa. Lo que conocen es el hambre que aprieta, los zapatos rotos que se heredan, la libreta de abastecimiento que da risa de lo flaca que está. La resiliencia climática, para ellos, es correr bajo la lluvia vendiendo caramelos para que entre algo en la casa.
La contradicción se hace obscena cuando un gobierno que no puede garantizar leche en polvo habla en Naciones Unidas de “cooperación sostenida en salud materno-infantil”. Es cierto que UNICEF ha hecho lo suyo en la isla, pero lo que no se dice es que sin esas ayudas internacionales muchos hospitales infantiles serían ruinas sin sueros ni antibióticos. Se habla de “respuesta ante desastres naturales”, pero nadie menciona el desastre diario de crecer sin vitaminas, sin juguetes, sin futuro.
Los diplomáticos cubanos insisten en la importancia de estadísticas armonizadas. La ironía es que no hace falta un sistema sofisticado para medir la pobreza infantil en Cuba: basta un paseo por cualquier ciudad para ver a menores revisando cestos de basura en busca de comida. La Encuesta de Indicadores Múltiples llegará en 2025, con cifras, gráficos y porcentajes. La realidad llegó hace rato, sin permisos ni rondas: la infancia cubana está sobreviviendo.
Lo que ocurre es que la dictadura confunde infancia con propaganda. La muestra cuando conviene, la esconde cuando molesta. Hablan de niños en la ONU como si fueran personajes de un país ideal y, al regresar a la isla, los mismos niños los esperan en los semáforos con la mano extendida. Entre el papel y la calle hay un abismo que ningún discurso logra cubrir.
La imagen que queda es doble: la de un diplomático en traje hablando de compromisos y la de un niño descalzo vendiendo cigarros sueltos a la salida de una bodega vacía. Cuba promete en la ONU la protección de la infancia, mientras en la isla la infancia se protege sola, con lo poco que encuentra. Y no hay micrófono, ni plan quinquenal, ni encuesta futura que tape esa verdad.