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Los fantasmas del hielo

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Cuando el invierno cayó sobre el frente oriental en 1941, los soldados alemanes descubrieron que había algo más temible que el frío: los hombres que lo habitaban.
Eran las divisiones siberianas del Ejército Rojo, tropas enviadas desde las profundidades heladas de Asia Central y del Lejano Oriente. Guerreros endurecidos por el clima, el hambre y el aislamiento.

Durante meses, Hitler había creído que Moscú caería antes del invierno. Pero Stalin tenía un as bajo la manga: decenas de miles de soldados estacionados en la frontera con Japón.
Solo cuando su inteligencia confirmó que Tokio no atacaría desde el este, Stalin ordenó su traslado al frente occidental.
Aquella decisión cambió el curso de la guerra.

Los trenes cruzaron 9.000 kilómetros cargados de hombres, caballos y uniformes blancos diseñados para el combate en la nieve.
Cuando llegaron a las afueras de Moscú, el ejército alemán estaba agotado, congelado y sin suministros.
Los siberianos, en cambio, estaban en su elemento.
Luchaban con precisión, vestidos de blanco, deslizándose sobre esquís entre los árboles, apareciendo y desapareciendo entre la ventisca.

El impacto psicológico fue devastador.
“Son como fantasmas del hielo”, escribió un soldado alemán en su diario.
No era solo el enemigo: era el invierno hecho ejército.

El contraataque de diciembre de 1941, liderado por esas divisiones, empujó a los nazis 200 kilómetros al oeste de Moscú.
Por primera vez, el ejército de Hitler había sido detenido.

A partir de entonces, el mito de la invencibilidad alemana se quebró, y el invierno ruso —junto con sus hombres del hielo— se convirtió en leyenda.

A veces, la historia no la escribe la estrategia… sino el frío.

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