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Lo que hacen las madres

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En el invierno más cruel de 1943, cuando el gueto de Lviv se derrumbaba bajo el hambre, las enfermedades y el terror de las deportaciones, una madre tomó la decisión más dura que un ser humano puede imaginar. No pensó en sí misma, sino en la vida de su hijo.

Con el gueto a punto de ser aniquilado, un grupo de trabajadores polacos del alcantarillado arriesgaba todo para sacar clandestinamente a niños judíos a través de túneles oscuros y helados. Aquella noche, la joven madre envolvió a su bebé en un chal gastado, lo colocó en un cubo de metal y, con un último beso en la frente, lo entregó a la oscuridad. Mientras lo bajaban hacia las cloacas, susurró con la serenidad de quien ama más allá de sí misma:

«Crece donde yo no puedo».

Ella no salió del gueto. Nunca más se supo su nombre ni su tumba. Su destino se perdió en el silencio, como el de tantas madres anónimas que eligieron morir para que sus hijos vivieran.

El niño, frágil y enfermo, sobrevivió. Fue llevado a través de las entrañas de la ciudad y emergió a la vida. Décadas después, convertido ya en hombre y con un futuro que solo existía gracias al sacrificio de su madre, regresó a Lviv. Llevaba una rosa en la mano. Se detuvo frente a una vieja tapa de alcantarilla oxidada, cerca del antiguo gueto, la depositó en silencio y murmuró:

«Aquí empezó mi vida».

Fue en ese lugar, en la oscuridad del subsuelo, donde su madre entregó todo lo que tenía para darle un destino. En tiempos donde el amor parecía imposible, ella lo convirtió en un acto eterno.

Porque incluso en Auschwitz, en Lviv, en los guetos y en las sombras del odio, el amor de una madre brilló más fuerte que la muerte. (Tomado de Datos Hisóricos)

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