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Por Albert Fonse ()
En casi todos los hogares cubanos hay una herida abierta. Una brecha que no se ve, pero que lo marca todo: padres e hijos que ya no se hablan, hermanos enfrentados, matrimonios fracturados, amigos distanciados. El régimen cubano ha hecho mucho más que reprimir y empobrecer. Ha dividido a la nación desde adentro, sembrando un conflicto que no tiene una respuesta simple: ¿cómo conciliar el amor familiar con el deber moral de oponerse a lo injusto?
Esta fractura no es nueva. Ya la vivió Alemania en uno de los capítulos más oscuros de su historia. Durante el ascenso y el dominio del nazismo, muchas familias se quebraron desde adentro. Había hijos que denunciaban a sus padres por escuchar emisoras extranjeras o esconder judíos. Hermanos que tomaban rumbos opuestos: uno se alistaba en las SS, otro se unía a la resistencia. Algunas esposas perdieron a sus maridos no por la guerra, sino por oponerse al régimen. El miedo, la propaganda y la presión social hicieron el trabajo sucio: convertir el hogar en un campo de batalla moral.
Cuando el régimen nazi cayó en 1945, la división no desapareció de inmediato. Alemania no despertó unida ni reconciliada. Todo lo contrario: muchos aún defendían lo que habían hecho, otros guardaban silencio por vergüenza, y una generación entera creció preguntándose cómo sus padres pudieron tolerar o colaborar con tanta barbarie. La reunificación espiritual del pueblo alemán no fue automática ni fácil. Requirió una confrontación honesta con la verdad, juicios públicos, memoria histórica, educación y, sobre todo, tiempo. No todo se curó. Algunas heridas se cerraron. Otras simplemente se aprendieron a llevar.
Cuba no es Alemania. Pero la historia enseña algo universal: cuando un régimen totalitario divide a un pueblo, el daño no termina cuando cae el dictador. Comienza otra batalla: la de reconstruir los vínculos rotos.
Los cubanos, dentro y fuera de la isla, deben prepararse emocional y éticamente para el día después. Hoy es urgente mantener la memoria viva, hablar claro sin odio, dejar testimonio sin imposiciones. El que calla para no herir a su familia termina perpetuando la mentira. Pero quien habla con rabia y desprecio puede terminar perdiendo incluso a los que aún están a tiempo de despertar.
No se trata de romper lazos por ideología, sino de sostener la verdad sin claudicar al afecto. Muchos todavía creen que no están haciendo daño porque “no se meten en política”, pero al aceptar lo que impone el régimen sin cuestionarlo, ya están tomando partido: están sosteniendo, aunque sin saberlo, el poder de los opresores. A ellos hay que hablarles con firmeza, pero también con humanidad. No todos son cómplices. Muchos son víctimas que aún no lo entienden.
No se puede pretender una reconciliación nacional sin justicia ni memoria. La paz verdadera no se logra pasando la página, sino leyendo cada línea de lo ocurrido. No habrá perdón real si primero no hay verdad, si no se llama crimen al crimen ni verdugo al verdugo.
Pero también es cierto que, como enseñó Alemania, no todos los que un día apoyaron o toleraron al régimen merecen ser excluidos para siempre. Hay grados. Hay diferencias. Y también hay quien lo hizo por miedo, por ignorancia, por hambre o por proteger a los suyos. El que quiera reconstruir la nación debe saber distinguir entre el ideólogo del odio y el confundido que un día aplaudió sin saber a quién.
Los cubanos tendrán que elegir si quieren una nación de revancha o una república de justicia. No se puede premiar al criminal, pero tampoco se debe odiar al ignorante. Habrá que juzgar lo imperdonable, perdonar lo menor y acompañar en el camino a quienes quieran redimirse.
Cada cubano que hoy lucha, que dice la verdad aunque duela, que no disfraza el amor familiar de complicidad, está sembrando la semilla de una Cuba más digna. El día que caiga la dictadura será el primer día de otra batalla: la de unir lo que fue dividido. Solo podremos hacerlo si hoy no perdemos la brújula moral, si no confundimos el amor con la claudicación, ni la justicia con la venganza.
Porque una patria rota no se reconstruye solo con cemento. Se reconstruye con verdad, memoria, humildad y valentía.
Lo sé porque lo vivo. No hablo desde la teoría ni desde la distancia. Mi familia no escapa de esta herida. Yo mismo, a veces, no sé cómo enfrentarla. Hay temas que evito por miedo a que duelan más. Pero sé que el silencio no es la solución. Solo compartiendo lo que sentimos y afrontando lo que somos podremos, algún día, volver a mirarnos como un mismo pueblo.