¡LE ZUMBA LA BERENJENA!
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- El viejo Zenón, mi abuelo paterno, siempre tenía un dicho a flor de labios y los soltaba según fueran las circunstancias. Unas veces para respaldar alguna cosa, y en otras para asombrarse por algo que no creía posible.
Cuando había algo que no le cuadraba mucho, solía decir «Le zumba la berenjena», «le zumba el mango» o «le zumba el merequetén». Lo decía con humor, porque mi abuelo era un tipo simpático, que se llevaba bien con todo el mundo, y que se detenía a hablar con cualquiera sin importarle lo apurado que estuviera.
Solía salir en las mañanas de casa -ya anciano- y se pasaba el día dando vueltas por Cumanayagua, y solo regresaba en la tarde, después de almuerzo, porque pegaba la gorra en casa de cualquiera de los hermanos o de los muchos amigos que tenía en el pueblo. Mi abuela, y hasta mi padre, se preocupaban por él, pero mi abuela siempre decía que «las noticias malas llegan rápido», para intentar apartar cualquier preocupación.
A veces, si aparecía alguna botella de buen ron y tres más para jugar dominó, se iba hasta casa de Horacio y hasta que no se tomaban todo el licor y echaban unas datas, no volvía a casa, cabizbajo, como pensando en todo el tiempo que perdió en el día y hasta en el regaño de mi abuela cuando llegara a casa.
Mi abuelo tenía animales. Algunos estaban sueltos en el pequeño potrero de atrás de la casa, donde pastaban libremente carneros, cerdos, media docena de vacas y una yegua vieja, de más de 30 años, que él había heredado de un amigo al que mató un trueno y la viuda se la regaló con la promesa de que no la vendiera nunca.
También tenía abuelo Zenón animales amarrados: dos chivos jodedores que si los dejabas suelto, brincaban la cerca del sembrado y se comían todo lo que hubiera allí dentro, sobre todo plantas de frijol, el ají, y las hojas de las frutas recién sembradas al otro lado de la cerca de escandón.
Y, además, tenía una puerca, casi siempre flaca, menos antes de parir, que ataba por el día debajo de un árbol frondoso de aguacate que quedaba al lado de la casa, justo donde parqueaba su viejo tractor Ferguson-Major, y que sacaba en la noche para amarrarla junto a unas malvas a la orilla del camino. Cuando despertaba en las mañanas, lo primero que hacía era moverla de lugar, y luego, como a las 10.30 o las 11.00, la volvía a poner a la sombra, porque los cerdos al sol se ahogan.
Todo eso lo hacía antes de irse al pueblo. Mi abuela no salía de la casa a nada. Desde el día en que un carnero la embistió, no abandonó jamás los límites del pequeño solar, porque el golpe de aquel animal le provocó una caída y una fractura de cadera que, aunque se operó con relativo éxito, nunca más le permitió caminar con facilidad.
Pero un día, el viejo Zenón se fue temprano al pueblo. Tenía que hacerse unos análisis de orina, sacarse sangre, pasar por el registro pecuario y un par de cosas más. Cuando amaneció ya estaba en Cumanayagua, que distaba poco más de un kilómetro de su casa. Antes de irse había cambiado la puerca de la mata de aguacate a mitad del llano entre la casa y el llamado Camino real.
Ese día, sin embargo, todo se le demoró. En el policlínico, para variar, no habían podido esterilizar las agujas y lo de la sangre se le retrasó; en el registro pecuario había cola; se encontró con un amigo de los años llamado Juanillo y se fue a tomar un café a su casa, y solo como a la una volvió a la finca.
Era viernes y los viernes, cuando terminaba la escuela, o antes, yo pasaba por mi casa, dejaba los cuadernos, me montaba en la bicicleta y partía para casa de mis abuelos a pasarme el fin de semana con ellos. Adoraba eso de andar detrás de los animales, herrar un caballo, curar las heridas de los carneros, amaestrar a los perros pequeños, ir a bañarme a la poceta, andar detrás de mi abuelo, y comer lo que cocinaba mi abuela, que tenía una mano para los frijoles increíble.
Aquel día solté los libros, metí unas ropas en una bolsita, llamé por teléfono a mi mamá para decirle que me iba, porque esa era su condición, y partí para casa de los abuelos. Cuando iba saliendo del pueblo, me encuentro a Zenón que iba con su andar típico, pero más apurado que de costumbre.
-Monta, abuelo -le dije, con la seguridad de que no montaría, porque tenía que hacerlo en el caballo de la bicicleta, y él jamás hacía eso. Sin embargo, le dio un tirón al tabaco y subió. Cinco minutos después estábamos en la casa y cuando lo bajé, ni a la casa entró: siguió camino a las malvas, porque pensó que la puerca flaca estaba allí todavía y se estaba ahogando, si no se había ahogado ya.
Dos minutos después entró por la puerta, jadeando.
-¡Le zumba la berenjena! -dijo, yo que casi me ahogo para que no se me ahogara la puerca, y ahora recuerdo que no la había sacado de abajo de la mata de aguacate en la mañana.
-Mira que eres descarado, viejo zorro. La puerca la mudé yo, porque si es por ti, ya se hubiera ahogado. Cámbiate de ropa y lávate las manos para que almuerces algo, que la comida se pone fría -dijo la abuela, mientras ponía un plato para mí y otro para mi abuelo en la mesa de la terraza.
-La mujer buena, de la casa vacía hace llena -me dijo, mientras me daba una palmadita en el hombro y me pasaba un trozo de toalla viejo para que me lavara las manos- y siéntate que a buen hambre no hay pan duro.
Nunca pude explicarme de dónde sacaba mi abuelo aquellas frases, todos esos refranes, pero hoy, cuando vi una foto del precio de la libra de berenjena en el mercado de 19 y B, en El Vedado, no pude menos que exclamar: ¡Le zumba la berenjena! Señal de que me estoy poniendo viejo, o de a que la berenjena no hay quien le hinque el diente.