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Por Luis Alberto Ramírez ()
Desde 1959, Cuba emprendió una transformación radical con la llegada del socialismo. Pero lejos de convertirse en un proyecto de desarrollo y bienestar sostenible, la Revolución terminó por imponer una lógica destructiva que devoró, poco a poco, el país que pretendía salvar.
Uno de los sectores más golpeados, aunque con frecuencia ignorado en los discursos políticos, fue la infraestructura habitacional y el ornato público. Es decir, los lugares donde realmente vive y respira la gente común.
En nombre de una igualdad forzada y un colectivismo mal entendido, se paralizó casi por completo la construcción de nuevas sociedades bien planificadas. En su lugar, se impuso una fiebre de edificios comunales, de pobre calidad, levantados con estructuras prefabricadas, muchas veces mal ensambladas y sin planificación urbanística alguna. Fue como lanzar bloques desde un helicóptero, cayesen donde cayesen.
En mi propio pueblo, por ejemplo, se construyeron varios de estos edificios “comunales”, pero jamás se les dotó de tanques sépticos ni de redes sanitarias modernas. Para colmo, se conectaron al mismo acueducto que ya existía desde la fundación del pueblo, pensado para una población infinitamente menor.
¿Resultado? El agua apenas llega al primer piso (cuando llega) y los desechos humanos terminan siendo vertidos al río. Literalmente. Ese mismo río que antes alimentaba la vida, hoy es una cloaca a cielo abierto donde no sobreviven ni las moscas. Las personas, por necesidad, deben recolectar agua en pipas, almacenar cubos, hacer colas interminables. Y vivir en condiciones que ofenden hasta la dignidad más humilde.
Lo mismo, o incluso peor, ha ocurrido en La Habana. La capital, joya colonial del Caribe, fue abandonada a su suerte. Calles sin pavimento, fachadas que se caen a pedazos, vecindarios enteros viviendo entre escombros. Hoy, La Habana se parece más a una ciudad bombardeada que a la supuesta “ciudad maravilla” que alguna vez fue. Lo trágico no es solo su deterioro físico, sino la resignación de sus habitantes a esa miseria convertida en rutina.
Y lo más irónico es que ningún proyecto revolucionario tuvo continuidad. Todo fue humo, propaganda, y actos de inauguración con bombos y platillos. Pero como suele ocurrir en sistemas centralizados, lo que no se inaugura ante las cámaras, no existe.
Ejemplos sobran: la Flota Cubana de Pesca, que alguna vez tuvo decenas de barcos y hoy es un recuerdo oxidado; los trenes rápidos que nunca se le pagaron a Argentina; las “ocho vías” que jamás fueron ocho y que continúan inconclusas más de medio siglo después.
Hay puentes en Cuba que llevan 60 años esperando ser terminados, otros, como el de mi pueblo que une a otros pueblitos mas pequeños, que se derrumbó y jamás se ha reconstruido. Y qué decir del transporte: guaguas inglesas, japonesas, soviéticas, chinas, ensambladas en el país o regaladas… todas tienen en común una vida útil corta y una muerte sin reemplazo.
En resumen, la Revolución construyó poco, mal, y con fecha de vencimiento. Y lo poco que logró levantar, no supo conservarlo. Hoy Cuba es un país que vive entre ruinas modernas, donde todo se deteriora más rápido de lo que se construye. Lo que queda en pie es, muchas veces, un milagro de la resistencia popular, no del Estado.
La isla que prometía el paraíso del “hombre nuevo”, terminó convertida en un museo del abandono. Un país detenido en el tiempo… pero en constante deterioro.