
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Hiram Caballero ()
Mucho antes de que existiera la odontología moderna, cuando los dioses aún caminaban entre los hombres y las enfermedades se confundían con espíritus, los antiguos mesopotámicos ya buscaban alivio para uno de los dolores más temidos: el de muelas.
Un remedio insólito, tallado en arcilla con escritura cuneiforme, describe un tratamiento usado por médicos babilonios para calmar el dolor dental: inmovilizar la raíz con una aguja, aplicar una mezcla de cerveza, malta y aceite… y recitar un conjuro ancestral.
Pero no era cualquier fórmula. Era una historia sagrada:
“Después de que Anu creó el cielo, y el cielo la tierra, y la tierra los ríos, y los ríos los canales, y los canales el barro… el barro creó al gusano”.
Y el gusano, criatura humilde y hambrienta, se atrevió a hablar con los dioses:
“¿Qué me diste de comer?”, preguntó entre lágrimas.
“Te di el higo, el albaricoque, la manzana…”, respondió Ea.
“¡No quiero fruta! Quiero vivir entre el diente y la encía. Chupar la sangre del diente. Roes la encía”.
La furia divina no tardó en llegar: “¡Ya que has dicho eso, que Ea te golpee con su poderosa mano!”
Este encantamiento era más que palabras. Para los pueblos de Sumeria y Babilonia, el dolor tenía rostro: el de un gusano invisible que habitaba la boca del hombre. Expulsarlo requería más que medicina: requería poesía, mitología… y fe.
Aunque hoy sabemos que las caries no son obra de gusanos, esta historia nos recuerda que incluso en las civilizaciones más antiguas, el ser humano luchó —con lo que tenía— contra el dolor.