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Por Oscar Durán
La Habana.- José Daniel Ferrer no es un preso común. Es la piedra en el zapato del régimen, el nombre que resuena en las cárceles como un eco incómodo de libertad. En Santiago de Cuba, lo han convertido en el símbolo del sufrimiento político, en el ejemplo que necesita el castrismo para enviar un mensaje: “disentir cuesta caro”. Las torturas que sufre Ferrer no son accidentes del sistema; son su esencia más pura, su forma de operar.
Lo golpean sin piedad. Le revientan los brazos, las piernas, la espalda. Lo arrastran por el suelo como si fuera un trapo viejo. A veces lo dejan horas tirado, a medio vestir. Otras, lo encierran en un cuarto oscuro con un foco encendido las 24 horas del día, para que pierda la noción del tiempo, de la realidad, de sí mismo. Todo esto lo sabemos por su familia, por los pocos mensajes que logra sacar de esa celda pestilente donde lo tienen encerrado como un perro.
No le dan agua limpia. No le permiten visitas. No le brindan atención médica. Tiene un estafilococo en el cuerpo, úlceras sangrantes, fiebre constante. Está tan flaco que parece un esqueleto ambulante. Le tiemblan las manos, se le va la vista, a veces no puede ni hablar. En el último parte que salió a la luz, se denunció que llevaba más de una semana sin alimentos sólidos. Lo estaban matando poco a poco, sin disparar una bala, con la precisión de los cobardes.
Y, aun así, resiste. Desde esa celda sin ventanas, con un hueco en el suelo por baño, ha hecho huelgas de hambre, ha enviado denuncias, ha hablado de la dignidad como si todavía le quedara fuerza para luchar. Le han ofrecido el exilio como escape y lo ha rechazado. Ferrer, como tantos otros que han pasado por esas prisiones sin ley, sabe que irse es dejar el campo libre a los verdugos. Y él no está dispuesto a regalarles el país.
El régimen ha usado contra él todas sus herramientas: palizas, aislamiento, drogas, campañas de difamación, chantajes a su familia. Lo mismo hicieron con Zapata Tamayo y lo mismo están haciendo con Luis Manuel Otero Alcántara. El sistema no cambia. Solo ajusta los métodos según el nivel de amenaza. Ferrer no es solo un opositor; es una amenaza simbólica. Es la prueba viviente de que el pueblo puede rebelarse.
La dictadura ha aprendido a reprimir con guante quirúrgico. No necesita cámaras de gas ni tribunales de guerra. Le basta con jueces sumisos, médicos cómplices y carceleros sin alma. En Santiago de Cuba, Ferrer está siendo destruido bajo el silencio de los muros y la complicidad de una comunidad internacional que prefiere mirar para otro lado mientras el cuerpo de un hombre se pudre lentamente por defender sus ideas.
Miguel Díaz-Canel, en su cinismo habitual, habla a cada rato de derechos humanos, mientras permite que se asesine moralmente a los presos políticos. También firmó acuerdos con el Papa Francisco, pero no tiene el valor de liberar a quienes deberían estar caminando libres por las calles. Prefiere callar, esconderse, culpar a Estados Unidos, mientras sus prisiones se llenan de almas inocentes y rotas.
José Daniel Ferrer no está solo. Cada golpe que recibe es un recordatorio de que en Cuba la libertad sigue secuestrada. Cada día sin comida es una acusación contra los que aún creen en el diálogo con la dictadura. Y cada denuncia que logra salir de su celda es una bofetada al rostro de ese poder desalmado que ha convertido a la isla en una gran cárcel.
Ferrer no es una víctima cualquiera; es la prueba viva de la crueldad de un régimen que no conoce el perdón.