
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Eduardo Rodríguez Dávila, el ministro de Transporte de Cuba, debe de ser el único funcionario del mundo que recibe aplausos por hacer lo imposible: gestionar un sector que no existe.
Mientras los cubanos se apiñan en camiones oxidados con medio siglo a cuestas o pagan precios de Ferrari por viajes en almendrones que huelen a naftalina, las redes sociales se llenan de elogios hacia su «consagración».
¿Consagración a qué? ¿A firmar informes que nadie lee? ¿A inaugurar microbuses que llegan con cuentagotas y se rompen a la semana?
El caso del microbús 49 (Coppelia-Pediátrico de Marianao) es un prodigio de la propaganda. La periodista Leyanis Garay Hurtado lo probó y casi se derrite al sol porque el inspector, más inflexible que un guardia de campo de trabajo, le negó el derecho a esperar a la sombra. «Compañera, parece que usted no se quiere ir», le espetó. Pero ella, en un arranque de síndrome de Estocolmo revolucionario, terminó felicitando al ministro: «¡Excelente servicio!». Claro, excelente… si tu estándar es viajar como ganado en un vehículo que, por nuevo, aún no se le caen los asientos.
Rodríguez Dávila es un maestro del arte de vender humo con datos técnicos. Anuncia la reactivación de trenes en el oriente —con vagones reparados con cinta adhesiva y oraciones— y lo presenta como un logro épico. Habla de «modernización» mientras el transporte público sigue siendo un museo rodante del socialismo: autobuses que eran modernos cuando la URSS existía, taxis colectivos donde caben siete personas… y tres esperanzas. Y eso cuando hay combustible, que es casi nunca.
Lo más hilarante es que, en medio del colapso, el ministro encuentra tiempo para viajes relámpago por provincias, donde posa sonriente junto a «innovaciones» como un railbus adaptado de un Diana (o sea, un autobús viejo puesto sobre rieles).
Mientras, los cubanos de a pie siguen esperando horas bajo el sol, preguntándose si hoy llegará algo que no sea un carro fúnebre disfrazado de guagua. Pero no importa: en Facebook, los comentaristas oficialistas le aplauden como si cada tren que arranca (un milagro cada seis meses) fuera el AVE español.
El cinismo alcanza su cumbre con las nuevas facilidades para importar vehículos… pero solo para funcionarios. Diplomáticos pueden traer autos de lujo, mientras el pueblo sigue mendigando bicicletas. Rodríguez Dávila lo anuncia con pompa, como si no supiera que en Cuba nadie —salvo la nomenklatura— tiene 30.000 dólares para un Hyundai viejo. Eso sí: los ingresos por impuestos, dice, irán a un «Fondo de Transporte». Un fondo tan real como los trenes puntuales.
Así que sí, el ministro merece loas. Por su habilidad circense: hacer creer que un país donde el transporte es un castigo divino está «avanzando». Por su estoicismo burocrático: sonreír mientras firma papeles que nadie leerá. Y, sobre todo, por su talento para el surrealismo: convencer a algunos de que un microbús lleno hasta reventar es un «éxito».
Si esto es eficiencia, entonces Cuba es Noruega. O no: en Noruega, al menos, los buses tienen aire acondicionado.
«Gracias, ministro, por recordarnos que en Cuba el transporte no es un derecho, sino un premio de consolación… cuando hay suerte» .