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En el siglo XIX, las aguas que rodean Nueva Zelanda eran tan traicioneras como remotas. Numerosos barcos naufragaban en su trayecto hacia o desde Europa. Y quienes sobrevivían al naufragio, rara vez sobrevivían a lo que venía después.
Si lograban alcanzar alguna de las islas subantárticas —aisladas, frías y desiertas—, morían de hambre, frío o desesperación. Murieron tantos… que el gobierno decidió intervenir. No con rescates espectaculares. Sino con algo más humilde y esperanzador: cabañas.
Comenzaron a construir refugios en las islas más remotas. Dentro de cada uno dejaban abrigo, leña seca, comida enlatada, anzuelos, medicinas y cerillas. Todo lo necesario para aguantar el tiempo suficiente hasta que llegara ayuda.
Y junto a los víveres, una advertencia. No firmada por el gobierno, sino por la conciencia colectiva: “La maldición de la viuda y del huérfano caerá sobre el hombre que rompa este cofre teniendo un barco a sus espaldas.”
No eran para los viajeros ni para los oportunistas. Eran para los desesperados.
Dos veces al año, funcionarios recorrían estas islas desoladas para comprobar que los refugios estuvieran intactos, que nadie se hubiera llevado lo que no le pertenecía… Y que, quizás, alguien hubiera sobrevivido.
En 1908, un barco francés naufragó en las Islas Antípodas. Veintidós hombres quedaron varados. Gracias a los suministros de una de estas cabañas, sobrevivieron hasta que un barco los avistó.
Con el tiempo, la radio y la navegación moderna hicieron que el proyecto quedara en el olvido.
Pero aquellos refugios, sencillos y silenciosos, fueron faros invisibles en medio de la nada. Construidos no para ser vistos… sino para dar una última oportunidad. (Tomado de Datos Históricos)