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La verdad vale oro

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Por Luis Alberto Ramírez ()

Hay crímenes que estremecen, no solo por la violencia del acto en sí, sino por el descaro con que algunos intentan evadir la verdad. Tal es el caso del presunto asesino del Taiguer, quien en un despliegue de verborragia digna de un guion cinematográfico, intentó exculparse hablando hasta por los codos.

Su narrativa, pulida con esmero, parecía tener cada detalle cubierto. Incluso, en un giro tan absurdo como audaz, señaló a la propia policía de Miami como autora del crimen. Como quien dice, el pájaro tirándole a la escopeta.

Lo que este individuo no sabía, o tal vez subestimó, fue el ojo impasible de una cámara vecinal. Una simple cámara de seguridad, instalada por un vecino común, fue suficiente para desmontar toda la farsa.

En las imágenes captadas, se observa con claridad meridiana cómo el disparo provino del interior del inmueble. El cuerpo del Taiguer no se desploma como suele suceder por simple gravedad, sino que cae hacia atrás con violencia, como si una cuerda invisible lo halara desde la espalda. No hay terceros, no hay sombras sospechosas, no hay más actores: solo él y su destino trágico.

La justicia necesita pruebas

Frente a esa evidencia demoledora, el presunto culpable no pestañeó. Con la frialdad de quien vive fuera del dolor ajeno, alegó que las imágenes eran manipuladas. Así actúan los psicópatas: niegan, desplazan, inventan. No hay rastro de empatía, ni señal de remordimiento. En su mundo, no hay crimen porque no hay víctima. Solo ellos existen, con su versión de los hechos y su desdén por la realidad.

Si esa cámara no hubiese estado allí, hoy estaríamos hablando de otra cosa. Tal vez la historia del acusado se habría impuesto, sembrando dudas razonables, tal vez su coartada habría logrado burlar la investigación, y no sería raro que hasta algún jurado crédulo le diera el beneficio de la duda. Porque su guion no era malo: hasta Sherlock Holmes habría tenido que pensárselo dos veces.

Pero la verdad, esa verdad que muchos intentan torcer, se impuso en forma de imágenes. Y esas imágenes no mienten. El crimen no solo se grabó, se expuso. Y con él, también cayó la máscara del que intentó fabricarse una inocencia de cartón.

Este caso nos recuerda algo fundamental: la justicia necesita pruebas, sí, pero también necesita voluntad de verlas. Porque mientras algunos se dedican a fabricar coartadas, otros, como ese vecino con una cámara, ayudan a preservar la verdad, aun sin saberlo. Y en un mundo donde el mentiroso suele tener ventaja, esa verdad vale oro.

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