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La verdad técnica y la verdad ética

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Por Yoyo Malagón.-

Madrid.- En el fútbol, como en la vida, a veces la discusión no gira en torno a lo que pasó, sino a lo que pudo haber pasado si todo lo demás hubiera funcionado. El partido en Vallecas dejó una de esas imágenes que trascienden el resultado: un Lamine Yamal desplomándose en el área como si la gravedad le hubiera jugado una mala pasada en el momento exacto.

La duda, esa sombra incómoda, se instaló en la retina de todos. ¿Penalti? ¿Simulación? El mundo se dividió en dos en un instante. Pero ahí empezaba el verdadero problema: la tecnología que debía zanjar la duda brillaba por su ausencia. El VAR, ese ojo omnipotente que todo lo ve, había decidido tomarse un descanso inoportuno, como un camarero que se va a fumar un cigarro en el momento en que más falta hace.

Uno se pregunta cómo es posible que en la liga que se vende como la mejor del mundo, el espectáculo supremo, la joya de la corona, pueda fallar el mecanismo más crucial para la justicia deportiva. El VAR no es un lujo, es un elemento básico de higiene arbitral. Que falle es como si a un cirujano se le apagaran las luces en medio de una operación a corazón abierto.

La excusa técnica, sea cual sea, se convierte en una mancha imborrable que alimenta la teoría de que siempre hay algo más, una mano negra, un interés oculto que se aprovecha del caos. El Barcelona, herido por décadas de supuestas injusticias a favor de otros, ahora se siente víctima de una nueva conspiración, esta vez por omisión. De risa…

¿Finge Lamine?

Y en el centro de la tormenta, uno que ya no es tan adolescente. Lamine Yamal ya no es solo un futbolista, es un símbolo. Su caída no fue la de un veterano buscando un resquicio, fue la de un chaval que se lanza con la fe del que cree que cualquier contacto es suficiente para interrumpir su vuelo. Juzgar su intención es un ejercicio de adivinación.

El fútbol es un juego de segundos, de impulsos, y la frontera entre la falta y la simulación es a veces tan delgada como el papel de calco. Pero ese juicio, que debería ser técnico y frío, se envenena cuando no hay imágenes que lo sustenten. La duda sobre el jugador se mezcla con la indignación hacia el sistema.

El Rayo, siempre rebelde con causa, se aferra a ese punto con la fiereza de quien defiende un tesoro. Para ellos, el resultado es justo no por el penalti no pitado, sino por la actitud, por el coraje, por haber plantado cara a un rival muy superior en presupuesto pero no en corazón.

Su estadio, siempre incómodo, se convierte en el santuario de una verdad alternativa: la de que a los pequeños siempre les roban. Esta narrativa, repetida hasta el cansancio en cada rincón del fútbol, encuentra en la falta del VAR su prueba definitiva. La tecnología no solo no les ayudó, sino que los convirtió en cómplices involuntarios de un escándalo.

Un misterio que siempre hala a los de blaugrana

Al final, el fútbol se queda sin respuestas. El Barcelona, como hace siempre, clamará al cielo por el robo, el Rayo se encogerá de hombros y dirá que el fútbol es así, que a veces el balón no entra y a veces el VAR no funciona. Pero la sensación que perdura es de vacío, de un espectáculo incompleto. Un partido que se decidió, o no se decidió, en la sombra de la incertidumbre. La liga pierde credibilidad, el espectador pierde fe y el debate se envenena hasta el próximo partido.

Más allá del penalti, más allá del VAR, lo que realmente falló fue la garantía. El fútbol moderno ha vendido la idea de la justicia absoluta gracias a la tecnología, y cuando esta falla, la decepción es doble. Nos quedamos con la imagen de un niño en el suelo y un silbato que sonó, mientras una pantalla en algún lugar permanecía en negro. Un misterio sin resolver en un deporte que ya no se puede permitir misterios.

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