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Por Sergio Barbán Cardero ()
Miami.- Un buen amigo me recordó hoy estas palabras de Fidel Castro cuando el caso de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque: «Querían disfrutar de las mieles del poder.»
Cuando Fidel Castro escribió, en alusión a Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, que «las mieles del poder por el cual no conocieron sacrificio alguno despertó en ellos ambiciones que los condujeron a un papel indigno». Quizá no imaginó que su frase revelaría más sobre sí mismo que sobre los acusados.
Más allá del objetivo inmediato de descalificar públicamente a dos figuras clave de la nueva generación del poder, ese juicio encierra un reconocimiento implícito. Es algo que el discurso oficial ha intentado negar por décadas. Que el poder, efectivamente, tiene mieles, es decir, beneficios, placeres y privilegios que lo hacen altamente codiciado.
El simple hecho de hablar de “mieles del poder” rompe con la retórica revolucionaria que presenta al poder como un acto de sacrificio, deber y compromiso con el pueblo. Si el poder revolucionario fuese solo eso (una carga llena de abnegación). No habría “mieles” que disfrutar.
Al describirlo en esos términos, Fidel admite que el poder en Cuba tiene recompensas dulces, placenteras. Estas recompensas seducen incluso a quienes se han formado bajo la rígida disciplina del Partido.
Pero lo más revelador es que él mismo se excluye de esa crítica. Se coloca como el único con derecho legítimo a disfrutar esas mieles, por haber “conocido el sacrificio”. Es decir, establece una especie de aristocracia del mérito revolucionario. En ella, el acceso a los privilegios del poder está justificado únicamente si ha sido precedido por un historial de lucha y abnegación personal.
No se trata de negar o afirmar que Fidel haya enfrentado peligros reales. Más bien, de cuestionar la consecuencia moral de ese razonamiento. ¿Acaso el sufrimiento inicial da derecho vitalicio a disfrutar del poder y sus beneficios sin rendir cuentas?
En este punto, es el propio subconsciente de Fidel quien lo traiciona. En su intento por deslegitimar a sus antiguos colaboradores, termina revelando que el poder en Cuba no es tan austero ni tan “puro” como se ha querido hacer ver. Existe un disfrute, una dulzura, una tentación. Él mismo ha sido su principal beneficiario.
El mensaje oculto detrás de sus palabras es que el poder puede disfrutarse, pero solo por quienes se consideran “dignos” desde el punto de vista de la historia revolucionaria. Esta es, en sí misma, una visión profundamente elitista y autoritaria.
En definitiva, la frase de Fidel no solo fue una sentencia para dos figuras caídas en desgracia. Fue también un retrato involuntario de su propia visión del poder. Una visión en la que el «sacrificio otorga derecho a la gloria». La legitimidad se convierte en una herencia moral que excluye a quienes no comparten la misma narrativa épica.
Su crítica fue un búmeran. Una confesión que, leída con atención, despoja al mito de su velo heroico y lo muestra en su verdadera naturaleza humana y contradictoria.