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La tienda de los miedos

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(Mildre Hernandez Barrios)

La fila en la tienda del señor Kabuki era interminable. Todos los días los compradores venían por lo mismo.

—Dos kilogramos de miedo, por favor.

—Hay rebaja —decía el vendedor con orgullo—. Están cerca de vencerse, pero funcionan todavía: a la oscuridad, al vacío, a los sapos, a los vecinos…

—Ya el de los vecinos lo tengo. Véndame uno al vacío.

Muy pocos en el continente tenían una tienda como aquella, tan exótica, por la que el señor Kabuki albergaba una enorme fortuna.

—¿Me da un gramo de miedo a las ollas? —pidió una mujer consumida, que fumaba un cigarrillo tras otro.

—¿Llenas o vacías?

—Cualquiera. Las dos opciones me asustan.

El señor Kabuki vendía sin parar. Y los furgones que suministraban a los almacenes de miedo, no paraban de descargar aquella valiosa mercancía que todos creían necesitar.

—¿Le pongo un gramo de miedo a la soledad? —preguntó el vendedor a un anciano que miraba todos los miedos, indeciso.

—Vivo solo —contestó el anciano.

La gente comenzó a inquietarse. Aquel señor era muy lento para comprar. Le pesaba tanto la vejez que le era angustioso elegir. Y cuando compraba un miedo se le olvidaba que ya lo tenía y regresaba a la tienda a devolverlo.

—Disculpe, señor Kabuki, es que nunca me había enfrentado a tantos miedos a la vez. —¿Le interesaría llevarse una librita de miedo al cambio?

—¿Al cambio climático?

—Al cambio en general.

La gente ya estaba molesta. Había personas en lo último de la fila y solo querían llevarse unos gramos de miedo a los insectos, a las alturas, al color amarillo y al número 666, porque estaban en rebaja. —¿Se anima? Hay gente deseosa de sentir miedo. No los haga esperar.

—Sí, es un miedo interesante. ¿Es muy costoso? —preguntó el señor, contando unas pocas monedas.

—Ese miedo siempre ha sido muy costoso. Si desea lo puedo cambiar por uno que no moleste a nadie, como el miedo a las arañas.

—No, no, de ningún modo. Es un miedo vulgar. Deme el del cambio. Me encantaría saber qué se siente temerle a algo tan normal.

—¡Es alucinante! —remató Kabuki, envolviéndole el miedo en un papel de regalo.

El anciano se marchó por las ahuecadas calles, observando las hojas que entorpecían los tragantes, la basura sin recoger, los mendigos durmiendo en las aceras, los niños pidiendo para comer. Vio además a un perrito sucio que llegó hasta él para olisquearlo, con la cola entre las patas. El anciano le pasó la mano y le brindó un trocito de pan, preguntándose si los perros le temerían al cambio. Luego se marchó con su miedo a casa. Y se dio cuenta de que el perrito lo seguía. ¿Habría miedos para perros? Tanta fue su duda que regresó a la tienda, en busca de un gramo de miedo al maltrato y otro de miedo al abandono. Su nueva mascota no podía quedarse atrás en este asunto de temer. Las tiendas de comida estaban vacías. A casi todas las habían llenado de miedos: a la espera, a escuchar, a envejecer, a las palabras, al silencio, a los gritos, al desamparo. Los furgones que suministraban miedo iban de una calle a otra, envueltos en una humareda blanca. La gente sentía alivio. No se hallaban viviendo sin temor. Cuanto más abastecían, más se compraba. Y Kabuki, ansioso por vender más, abrió tiendas en otros pueblos para expandir su negocio. Solo que vender miedos, tantos años, era demasiado agotador y requería de mucho sacrificio. Entonces empezó a sentir un miedo terrible a perder los miedos.

—¿Me da una onza de miedo a la esperanza?

—Media libra al de gritar, por favor.

—Me envuelve unos gramos al de la incertidumbre.

El señor Kabuki no podía más. Sus ojeras de dormir mal y de contabilizar el temor le había hecho una máscara en el rostro. Los clientes no sabían si el dueño del negocio estaba triste, alegre o temeroso. Era un rostro inexpresivo. Nunca creyó que los miedos debilitaran de ese modo. La fila de gente esperaba, intranquila. Querían llevarse su miedo a casa, con los últimos centavos del salario. Temían no tener un miedo con que pasar el fin de semana. Y apareció el anciano, con su perro, que ya no tenía la cola entre las patas, porque el miedo al maltrato y al abandono estaban caducados. Incluso, el miedo a los cambios que el anciano había comprado para él, con tanta emoción, igual se había caducado.

—No puedo devolvérselo, señor.

—¿Los miedos caducados no se devuelven?

—No se trata de eso… —habló nervioso el vendedor.

—Bueno, entonces compro uno nuevo. Es solo fijarme bien en la fecha de vencimiento. ¡Estoy tan ciego!

Kabuki no sabía qué hacer, pero sospechaba algo terrible. No quería dejar a un cliente con deseos. Podría quejarse y le cerrarían el negocio. Los furgones no tuvieron suficiente combustible esa semana para completar la entrega. Buscó entonces en los estantes, el sótano, el almacén… con la esperanza de encontrar sustituto para el miedo del cliente. Y sí, había muchos guardados: a las arañas, a los reptiles, al desprecio, a la sangre… Pero ese miedo, en específico, se había agotado.

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