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Por Max Astudillo
La Habana.- Había una vez una isla que se caía a pedazos. No es un cuento, es la postal de cada día: edificios que se deshacen como azúcar en el café, niños que duermen cinco en una cama, ancianos que hacen cola bajo el sol por un pollo que nunca llega. Y la luz que se va, y el agua que no sale, y la gente que se lanza al mar en cuanto puede. El país entero es un naufragio a cámara lenta, y los que mandan siguen en el puente de mando, dando órdenes a un barco que ya no flota.
La solución, dicen algunos, es una intervención. Que vengan los cascos azules, que venga la OEA, que venga quien sea, con bandera humanitaria o sin ella, a poner orden en este caos. No sería la primera vez. La historia está llena de invasiones buenas y malas, depende de quién las cuente. El castrismo, que metió sus tropas en Angola y Etiopía, llamó a eso internacionalismo. Pero si alguien más lo hace, lo llama imperialismo. Es el viejo juego de las palabras: lo mío es solidaridad, lo tuyo es agresión.
Pero ¿y si la única manera de sacar a un régimen que no suelta el poder ni muerto es con fuerza exterior? ¿Y si la diplomacia ya no sirve, y las sanciones solo hunden más al pueblo, y la presión interna no basta porque la represión es más fuerte? Entonces la intervención armada no sería un capricho, sino la última opción después de que todas las demás hayan fracasado. La única forma de parar una máquina que no se apaga sola.
Claro que una invasión duele. Duele siempre. Pero duele más ver a un niño sin leche, a un abuelo sin medicinas, a una familia entera viviendo en una habitación con el techo a punto de venírsele encima. Duele más el éxodo interminable, la fuga de cerebros, la lenta agonía de un país que fue rico y hoy es pura miseria. A veces, la medicina amarga es la única que cura.
Al final, la pregunta no es si una intervención es buena o mala. La pregunta es cuánto dolor más está dispuesto a aguantar un pueblo que ya no puede más. Los que defienden la no intervención suelen tener el estómago lleno y el pasaporte en regla. Mientras, en La Habana, la gente se muere de hambre, de tristeza, o de ambas cosas a la vez. Y nadie viene a salvarlos.
Quizás la verdadera invasión que necesita Cuba no es la de los soldados, sino la de la compasión. La que quite a los de arriba y ponga a los de abajo. La que abra las fronteras no para que se vayan, sino para que vuelvan. La que encienda la luz de una vez y para siempre. Pero esa invasión no está en los mapas, ni en los discursos de la ONU. Está en la conciencia de quienes miran y callan, o de quienes miran y actúan. El problema de Cuba no es que no haya solución. Es que la solución duele demasiado, y nadie se atreve a nombrarla.