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Cuando un elefante necesita ser transportado en avión de un país a otro —por ejemplo, de la India a los Estados Unidos— su jaula se llena de… polluelos.
Sí, has leído bien: polluelos diminutos. ¿Por qué? Porque, a pesar de su imponente tamaño, el elefante tiene un miedo enorme a que le hagan daño.
Por este motivo, durante todo el vuelo permanece perfectamente quieto, para no correr el riesgo de aplastar ni a uno de ellos.
Así es como el avión mantiene el equilibrio. Y es también la primera prueba de su noble naturaleza.
Fascinados por este comportamiento, algunos científicos han estudiado el cerebro del elefante. Descubrieron la presencia de células fusiformes, neuronas extremadamente raras, también presentes en los humanos. Son aquellas relacionadas con la autoconciencia, la empatía y la percepción social.
En otras palabras, el elefante no sólo es grande físicamente: también es grande emocionalmente. Siente, comprende y actúa con sabiduría silenciosa.
Leonardo da Vinci, profundamente fascinado por la naturaleza, escribió sobre ella: “El elefante encarna la rectitud, la razón y la templanza”.
Y añadió: Entra en el río y se baña con cierta solemnidad, como si quisiera purificarse de todo mal.
Si encuentra a un hombre perdido, lo guía suavemente hacia el camino correcto. Nunca camina solo: siempre en grupo, siempre guiado por un líder. Él es modesto. Se aparea sólo por la noche, lejos de la manada, y antes de regresar con sus compañeros, se lava.
Y si en el camino encuentra una manada, la mueve delicadamente con su trompa, para no lastimar a nadie.
Pero lo más conmovedor es esto: Cuando el elefante siente que se acerca su final, se aleja de la manada y se va a morir solo, en un lugar apartado.
¿Por qué lo hace? Para ahorrarles a los más jóvenes el dolor de verlo morir. Por modestia. Por compasión. Por dignidad.
Tres raras virtudes. Incluso entre los hombres.