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LA NAVAJA DE OCKHAM

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Por Ricardo Acostarana ()
La Habana.- El único rastro que queda de lo sucedido esa noche está incompleto. Se pierde en algún momento de aquel viernes o sábado en qué virábamos del parque de G.
Al menos sabemos que fue la noche de un viernes o un sábado.
Casi siempre regresábamos tocados por el alcohol o el vino; por los primeros cigarros que aspirábamos en nuestras vidas; por la dicha de salir en grupo en donde flotaban una novia o dos.
A veces Tiago Felipe llevaba su guitarra al parque y el parque se extendía hasta la entrada de su casa. Ese niño era un mostro con el instrumento en sus manos.
En el grupo había un socio que necesitaba corriendo una navaja de Ockham. Una muchacha de otra secundaria llevaba semanas cortándole todas sus indirectas y precisas. Era preciso hacer algo, y esa noche nos cortamos todos.
Esa noche, de regreso a casa, todos juntos, yo me iluminé y saqué la navaja. Era ahí y en ese momento cuando lavaríamos las heridas del amigo, pondríamos curitas y seríamos nosotros, él, los que darían el corte de gracia.
Era un plan sencillo, avasallador, aunque con altas probabilidades de que saliera mal, pero teníamos 14 años.
Le haríamos una serenata a la muchacha aquella en pleno 23 y C, en los bajos de su casa, a un costado del parque Mariana Grajales.
A todos nos salpicaría la sangre de ser necesario.
Tiago era fundamental. Era el más rockero y sabía arpegiar casi todos las canciones que creíamos tarareábamos a la perfección en inglés, pero ni siquiera eso sabíamos hacer.
La muchacha que era mi novia, mi primera novia, fue una especie de coordinadora en peligro de extinción, además de ser íntima amiga de aquella otra muchacha. Parecía ella y no su amiga a quién le cantaríamos a todo tren.
Estaban también otros socios con los que, en noches como esas, coincidíamos y dábamos un berrito. Al final éramos estudiantes de la misma escuela, las mismas aulas.
Las voces, ni primera ni segunda, las voces, éramos el damiselo en peligro de mi socio y yo.
No había tiempo para ensayo, para escoger entre varias canciones, para arrepentirse. Fue una decisión unánime, irrevocable.
Nos paramos debajo de su balcón y ninguno pensó en ese momento que jamás habíamos cantado una serenata. Serenata, que al fin y al cabo viene de sereno, calmado, exactamente todo lo contrario a como nos sentíamos esa noche; exactamente a como nunca hemos sabido estar.
La canción que escogimos, en inglés, por supuesto, hablaba de una relación de padre a hijo aparentemente irreconciliable. Pero los berracos aquellos de 14 años, que casi no sabían nada o absolutamente nada de inglés, estaban seguros que el tema sería una intervención al neocórtex de aquella muchacha porque el estribillo del tema así lo confirmaba: «I’m sorry I can’t be perfect.
Simple Plan era ese caballo de Atila en el que nos montamos esa noche, aunque ninguno, ni siquiera todos juntos, hiciéramos (h)un(o) solo guerrero.
Yo canté la primera frase y todos nos miramos. Todos estábamos emocionados y no lo sabíamos. Fue, tal vez, el primer papelazo de muchos de nosotros, pero un papelazo entre todos toca a menos.
La guitarra de Tiago iba por un lado y mi socio y yo por otro. Los otros amigos y mi novia intentaban seguirnos la rima, pero era imposible. Nosotros mismos perdimos la rima, la melodía y el papelazo se convirtió en vergüenza ajena cuando gritamos a todo dios el estribillo por segunda vez.
A Tiago le entró la pena más vieja del mundo y dejó de tocar para camuflarse entre un muro y unas matas.
Entonces alguien salió al balcón. La navaja de Ockham tocó un nervio del padrastro de aquella muchacha y salió a vernos crecer en nuestra vergüenza ajena.
Alguien, que definitivamente no fue aquel señor, gritó el nombre de la muchacha.
Ella nunca salió al balcón o no se asomó del todo. Al menos es preferible creer eso.
Más de quince años después, el único rastro de lo sucedido esa noche sigue incompleto, y la navaja de Ockham, sin filo.

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