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Por Jorge Sotero ()

Santiago de Cuba.- Hay un momento en Cuba en el que la muerte no es el final, sino el comienzo de un calvario burocrático y logístico que humilla a los vivos y deshonra a los muertos. Lo primero, tras el último suspiro, no es el duelo, sino la búsqueda desesperada de un médico que certifique lo obvio. Encontrarlo es la primera hazaña, una carrera contra el reloj y la descomposición en un sistema de salud donde los profesionales huyen o están exhaustos, y donde algo tan básico como firmar un deceso se convierte en una gestión épica. La muerte, aquí, necesita un permiso oficial para serlo.

Luego viene el viaje, o la imposibilidad del mismo. ¿Cómo mover un cuerpo? Los carros fúnebres, como las ambulancias, son fantasmas. No hay gasolina, no hay repuestos, no hay voluntad. Las familias recorren la ciudad, suplicando, intercambiando favores, ofreciendo lo poco que les queda a cambio de que una camioneta destartalada haga el recorrido que separa el dolor de la supuesta paz. Es un trueque macabro: el cadáver como una mercancía incómoda que hay que transportar a la fuerza, en un país donde el transporte público es una leyenda y el privado, un lujo.

El ataúd es el siguiente eslabón de esta cadena de absurdos. No se elige, se acepta el que haya. Y a veces no hay. O no tiene la medida. La imagen de un féretro demasiado corto o demasiado largo es un chiste cruel y común. La industria de la muerte, como todas, sufre del desabastecimiento crónico. La madera escasea, los clavos también. La dignidad de un entierro elemental se esfuma entre medidas aproximadas y cajones que parecen hechos con apuro, como si la muerte fuera una sorpresa y no el único negocio seguro del mundo.

Solo importa el control

El destino final, el cementerio, es la metáfora perfecta del abandono. Las tumbas se resquebrajan, la maleza se traza las lápidas, los nichos están abarrotados o derruidos. El silencio de los muertos no es de paz, sino del mismo olvido que padecen los vivos. Es un paisaje de derrota final, donde el estado no llega ni para podar la hierba. El mensaje es claro: hasta en el más allá estás solo. El mantenimiento es un lujo, y aquí lo único que se mantiene con esmero es el control.

El problema de los muertos es el mismo que el de la basura en las esquinas, los apagones de veinte horas, el agua que no sale por el grifo, el maestro que se va, el autobús que nunca llega. Es el colapso de lo cotidiano. Es la misma herida abierta. Sin embargo, uno mira a su alrededor y ve patrullas de la policía siempre circulando, a los boinas negras con su combustible asegurado, a los jerarcas con sus carros nuevos. Hay recursos para la represión, para vigilar, para someter. No los hay para recoger la basura, llevar un herido al hospital o conducir a un difunto a su tumba.

Al final, uno entiende que en Cuba hasta la muerte es un trámite incómodo para el poder. Un trámite que las familias deben resolver con una entereza que roza lo heroico, mientras son testigos de cómo el régimen, que es una máquina de producir miseria y exilios, se muestra eficaz solo en una cosa: en asegurarse de que nadie se salga del guion, ni siquiera al despedir a sus muertos. La vida no vale nada, la muerte, menos. Solo importa el control.

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