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La miseria no entra en el guion de los recorridos

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Por Yeison Derulo

La Habana.- Miguel Díaz-Canel volvió a subirse al escenario de su propio teatro. Esta vez, el telón se levantó en Villa Clara, donde el presidente de la República —y jefe del Partido, porque en Cuba todo poder es uno solo— “comprobó” la marcha de los programas de desarrollo del territorio. Traducido al español llano: se fue a tomarse fotos con obreros cansados, a sonreírle a las cámaras y a hablar de progreso en medio del apagón.

Su primera parada fue en la fábrica de conservas “Los Atrevidos, un nombre que parece sarcasmo puro. Fundada hace más de 90 años, sobrevive procesando tomates y dulces en almíbar, mientras el país entero está en salmuera. Díaz-Canel se interesó por “los indicadores económicos” y “la organización de los turnos de trabajo”, como si con eso se resolviera la miseria cotidiana. Elogió el estado de las máquinas —viejas pero maquilladas para la visita— y celebró que allí se pague un salario medio de 12 mil pesos, lo que en la Cuba actual alcanza, con suerte, para un kilo de pollo y una libra de pan.

Después, el mandatario visitó la microempresa REMpeZ SRL, una Mipyme de pan y galletas con treinta trabajadores que —según la prensa oficial— “garantiza precios increíbles”. Y sí, increíbles son, porque solo en Cuba lo increíble puede significar inalcanzable. Allí, Díaz-Canel repitió el mismo libreto de siempre: que el sector no estatal es clave para el desarrollo local, que hay que “seguir avanzando” y que la “creatividad” es la mejor herramienta contra la crisis. Palabras vacías de un hombre que jamás ha hecho una cola ni ha sentido el calor de un apagón de doce horas.

El recorrido terminó con una reunión sobre la “vida interna del Partido” y “la atención a los jóvenes”, esos mismos jóvenes que sueñan con irse del país en cuanto consiguen un visado o una balsa. Hablaron de cuadros, de militancia y de “organizaciones de masas”, mientras afuera, en la calle, las masas hacían cola para comprar pan racionado.

Díaz-Canel sigue recorriendo el país como quien revisa un país ajeno. Cada visita suya parece un ritual de autoengaño colectivo: todo “funciona”, todo “mejora”, todo “avanza”. Nadie le dice que la realidad es otra: que las fábricas apenas producen, que los salarios son una burla y que el pueblo se está quedando sin fe.

Pero él sonríe. Se hace fotos, reparte elogios, promete “seguir trabajando” y se marcha en su caravana de escoltas y combustible a otra provincia. Detrás deja los mismos obreros, las mismas máquinas, el mismo país detenido.

En el teatro de Díaz-Canel, los aplausos están ensayados y la miseria no entra en el guion.

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