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*De la serie Historia detrás de la Foto
Por Carlos Carballido
Dallas.- Ciertos eventos traumáticos me han obligado a bloquear recuerdos. Solo sé que fue en este mes de febrero y un sábado neblinoso como el que experimento hoy.
Hubo un tiempo en los que cuatro amigos, tres de ellos periodistas, solíamos religiosamente convivir cada fin de semana con nuestras familias sin importar cuántas millas debíamos recorrer para escaparnos de lo cotidiano, en un estado como Texas donde el hastío provinciano reduce todo a grandes asados acompañados de abundantes cervezas para ver quién se cae primero al piso.
Había llegado la noche anterior a casa de mi anfitrión para evitar el tráfico de los sábados hacia la ciudad capital. El resto de amigos llegarían al amanecer del siguiente día.
La única imagen que tengo viva de ese día que evoco hoy, fue un desayuno apacible que mi amigo solía obsequiarnos para recordar sus tiempos de Chef de alta cocina. Era una mezcla de breakfast mediterráneo mezclado con cubano estilo Miami. No pasaban de las 7:00 am mientras, entre sorbos de café, contemplaba la mañana fresca y neblinosa justo como la vi hoy.
Tampoco recuerdo de qué hablamos. Creo que sobre cómo crecen nuestros hijos y de buenas a primeras dejan de ser niños para entrar en un mundo de desconexión emocional con los padres.
Recuerdo muy bien que estaba por morder una tostada con mermelada de fresa y queso crema cuando un ruido ensordecedor y seco interrumpió la paz de aquella escena. Solo un golpe de gatillo fue suficiente para ver la vida de aquel joven escaparse tras el hueco dejado por el plomo en su cabeza.
Han pasado cuatro años y en ese tiempo me vi forzado a convertirme en especialista en un tema tan amargo como el presenciado a modo del peor de los thrillers hollywoodenses.
Hay una pandemia de adolescentes que recurren a semejante salida a sus problemas existenciales o decepciones amorosas que no saben manejar adecuadamente. Anualmente en EE.UU unos 50 mil jóvenes toman esa fatal decisión, pero las consecuencias psicológicas y sociales involucran a familiares y amigos que pueden sumar cientos. Por lo general, el impacto es tan grande que dura toda la vida.
Lo demás que vino después fue tan intenso que lo he bloqueado en mi mente. Solo una mancha de sangre en uno de mis viejos zapatos sobrevivió a aquella tragedia. Me he negado a lavarla y mucho menos a tirarlos a pesar de que los traigo desde que vivía en Broward, Florida.
Me pregunto si es masoquismo o si es sencillamente un recordatorio que la vida hay que enfrentarla hasta con los dientes si es preciso sin ceder un ápice a las adversidades.
No tengo claro la enorme catarata de sucesos que vinieron después de ese evento, pero sí he podido comprobar que nada fue igual tras ese día. Lo que más me ha dolido fue que me involucré demasiado en solidaridad con los afectados que sobrevivieron a ese dolor eterno, mientras que mis colegas optaron por no comprometerse más allá de la simple solidaridad en el duelo y al parecer les ha ido bien así.
Hace ya varios años cuando visité Catemaco, en Veracruz, tierra conocida por sus Chamanes, uno de ellos me dijo que llegarían tragedias a mi vida y que debía darles la espalda o las malas vibras terminarían cambiando muchas cosas en mi entorno.
El tipo, de rostro indígena zapoteco, no se equivocó. Así ha sido. Este tipo de eventos no quedan estáticos y ruedan como avalancha de nieve en la psiquis de quienes viven para contarlo o de quienes se involucran demasiado.
Algunas consecuencias duelen a más no poder. Perdí a esos amigos que no se involucraron mucho. Un buen día veo que me habían bloqueado de mis redes, excepto uno que ha sido bendecido por Dios y colmado de la bienaventuranza que propicia la TV, pero que igual nos hemos distanciado y tal vez no me deje mentir en esto que escribo. Luego llegaron eventos cada vez más difíciles, traumáticos unos, violentos otros.
Echo atrás la mente y llego a una conclusión inalterable: Mi generación era diferente. Por mal que nos fuera siempre nos levantábamos tras el peor de los golpes y la salida fácil nunca fue opción ni siquiera en lo profundo de un barrio. Muchos como yo, aprendimos a defendernos de la punta de un puñal, del bulling escolar y de todo lo que se nos pusiera en el medio y al modo más salvaje que se pueda imaginar.
Hace poco visité a alguien que quiero con el alma y llevé mis zapatos viejos. La mancha de sangre aún persiste, cada vez más tenue por el paso del tiempo, pero lo suficientemente intensa como para recordarme la vida extraña que vivimos y la necesidad de ser honestos y sinceros.
Fueron las pérdidas humanas y emocionales lo más difícil tras aquella mañana como esta de hoy. Ha pasado el tiempo y con él mi alma se ha endurecido a más no poder. Tanto ha sido así que cada golpe que llega ya no me afecta y desafío a la vida que me los siga enviando, pero cada uno con más virulencia que el anterior.
Y no es masoquismo. El karma se lava en vida y no cuando la dejamos. Tengo que haber sido en otra vida el hijo de puta más universal del planeta, pero en esta me he negado a serlo. Y para eso me he preparado y sigo haciéndolo, aunque la nieve de los años haya caído sobre mí y me toque transitar solo el resto de mis días.