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Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- A mi viejo le gustaban los perros. Pero le gustaban como podía gustarle un caballo, una vaca o un buey. Porque le eran útiles. Nunca tuvo mi padre un animal que no le sirviera. No soportaba los pájaros encerrados y consideraba que cazarlos era criminal. Para él, en aquel campo donde nacimos, los perros eran imprescindibles, y podía tener dos, tres… o cinco, pero nunca menos. En la finca no había mejor guardián que un can… si era bueno.
Y a los perros de mi padre, luego de pasar el siempre complejo periodo de adiestramiento, que podía durar meses, o años, y hasta costarles la vida, solo les faltaba hablar. Tan exigente era con ellos que se lucía al entrenarlos para que se portaran casi como militares.
En el campo, al menos en el que yo nací, casi llegando a Palmarejo, había unas normas que eran de obligatorio cumplimiento. Y ojo, que violarlas podía costarle la vida a cualquiera. A cualquier perro, quiero decir.
Un perro no podía matar gallinas. Tampoco podía atacar a los carneros, y los huevos estaban vedados, aunque se encontrara un nido en la cerca de piña de ratón. Encima de eso, si había que atrapar a un cerdo, no podía provocarle grandes heridas. Y al ganado vacuno solo se podía morder en las patas traseras y abajo. Nadie que trabaje con ganado quiere a un mastín que vaya a las orejas o al hocico de la res.
Cuando la familia comía, los perros, que jamás entraban dentro de la casa, no podían acercarse a la ventana a golosear comida. Y tampoco los comensales podíamos lanzarle huesos, para que no se adaptaran. No hay nada más asqueroso que un pedo de un perro mientras uno come. Nunca pude explicarme cómo aquellos gases entraban a la casa, aunque el viento soplara de la brisa y la ventana quedara al sur. Alguna ‘caja de aire’ debían hacer aquellas paredes de madera…
Para decirlo de alguna forma, aquello de no permitir perros en las ventanas, mientras comíamos, era una medida higiénica de mi padre.
Por otra parte, si mi padre se levantaba y cogía un machete, aquella pequeña jauría tenía que seguirlo. Era casi religioso. No salía sin sus perros. Y si se los atojaba a un animal, tenían que cumplir la orden, y tener mucho cuidado de no equivocar el objetivo e ir a por otro.
En los mediodías, cuando mi viejo se tiraba un rato en el piso de la sala o el portal a dormir una pequeña siesta, los perros tenían que hacer guardia. Entre otras cosas, no podían dejar que los carneros, que estaban en el potrero que quedaba al oeste del pozo, cruzaran por debajo de la cerca, se adentraran en el batey de la casa y de ahí tomaran camino al río.
En primavera era fácil controlarlos. A veces ni al pozo llegaban. Tomaban agua en la cañada o en una pequeña represa que habían hecho a golpe de bulldogs, y de ahí regresaban. Pero cuando se marchaba el invierno, el pasto se secaba y carneros, caballos y vacas se daban cabezazos en aquel potrero pelado, y entonces ser pequeño tenía sus ventajas. Era la hora de los carneros escapar en busca de pastos frescos o de la miel que le ponía mi padre a las vacas y a los cerdos a unos metros del brocal del pozo.
Mi padre le ponía nombres raros a los animales. A los bueyes les otorgaba grados militares o nombres de bandidos. Con las vacas era tierno, y con los perros más ocurrente. El nombre más común de una perra era el de Miseria. Hubo más Miserias en mi casa que Aurelianos en Macondo. Todo eso porque tuvo una verduga que hacía las delicias de mi hermano y de mí, cuando éramos pequeños, y mi padre pensó que tal vez bastaba con el nombre para que las otras se le parecieran.
A aquella Miseria primigenia la mataron con veneno. Eran tiempos en que era fácil conseguir alguno, y las malas lenguas decían que ella no se comía los huevos de gallina de mi casa, pero sí los de las aves de los vecinos. Le costó la vida.
También fue famoso Sandokan, un perro amarillo, camorrero y de malas pulgas que se pasó casi toda su vida amarrado, por su mal carácter, y por ser incompatible con la mayoría de las labores del campo. Pero mi viejo lo adoraba porque no se achicaba jamás, ante nada ni nadie.
Antes de hablar de Guajiro, quiero decir algo: a mi padre no le gustaban los caballos que tuvieran la cabeza grande. Decía que ninguna acémila cabezona llegaba a ninguna parte. Y le gustaban los perros criollos, más fáciles de alimentar y menos exigentes en cuanto a cuidados. Además, si tenían grandes las patas, mejor.
Mi viejo se enamoró de Guajiro en casa de los Mesa. Era apenas un cachorrito con la piel medio dorada, y sobresalía por encima de sus hermanos, que no eran pocos. Se había ganado la teta de alante, y los que han vivido en el campo saben lo que eso significa en la sobrevivencia.
Le dijo al viejo Nano o a Daniel, su hijo, que no se lo dieran a nadie, que cuando lo destetaran se quedaría con él. Y dicho y hecho. Le puso Guajiro y hasta le daba leche en los primeros días en casa. Lo enseñó a perseguir pollos, a corretear a los carneros, a ladrarle al ganado, y a salirle a Mario Finalet en las noches, cuando el viejo Mario venía a hablar un poco con mis padres.
Guajiro aprendió solo algunas reglas. Y por más que mi padre se esmeraba, no se comportaba como un perro de campo. Cuando los otros salían a corretear los carneros o el ganado, el prefería la sombra de una mata de mamoncillos, o se echaba debajo de un árbol de limón francés que daba unos frutos enormes. Hacía una especie de hoyo en la tierra seca y allí se reclinaba. Trabajar no iba con él.
Una de esas tarde de marzo, de vientos secos y fuertes, mi padre intentaba dormir una siesta y los carneros cruzaban la cerca del pozo una y otra vez. Ya no bastaba con amenazarlos para que regresaran. Necesitaban una buena batida y llevarlos hasta el final del potrero. Hasta el lindero de Ortelio Colón, y eso quiso hacer.
Se levantó y llamó a Guajiro, que dormitaba a la sombra de un ciruelo. Lo llamó tres veces y el perro hizo oídos sordos. Entonces cogió la patera, como le dicen a la soga con la que se le amarran las patas a las vacas para ordeñarlas, y lo guindó.
Le pedí que no lo hiciera. Lo hice dos veces, pero él solo se volvió, me miró con dureza y no tuve más opción que volver la espalda y regresar a la casa.
Guajiro, como la mayoría de los campesinos cubanos de aquellos tiempos, tuvo mala suerte. Pago con la vida su indiferencia y no haber seguido al dueño.