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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- En estos días de zozobra, cuando el clamor por el pan y la corriente eléctrica se eleva desde pueblos como Gibara o Mayarí, es comprensible que el estómago hable antes que la razón. La necesidad inmediata nubla la visión del horizonte. Sin embargo, en este grito legítimo por un alivio concreto yace una trampa dialéctica del poder: reducir la aspiración humana a una transacción, a un mendrugo que se concede o se niega desde la condescendencia del amo.
Pedir comida es pedirle al carcelero que mejore la calidad de la ración, sin cuestionar la existencia misma de la prisión. Es un error táctico y estratégico de profundas consecuencias.
La solución no reside en suplicar por los efectos, sino en demandar la causa de todos ellos: la Libertad.
La libertad no es una abstracción poética ni un lujo para tiempos de bonanza; es el mecanismo fundamental que pone en marcha la maquinaria de la prosperidad. Un pueblo libre puede producir su propio alimento, comerciar, innovar y generar la riqueza que hoy brilla por su ausencia.
La corriente eléctrica no llegará de manera estable mediante ruegos, sino con las inversiones, la tecnología y la eficiencia que solo un marco de libertades económicas y políticas puede atraer y sostener. La medicina no vendrá en promesas, sino en la capacidad de un sistema sanitario abierto al mundo y libre de dogmas ideológicos.
Pero esta demanda, para ser efectiva, debe ser tan vasta e incontenible como el mar que rodea a la isla. La estrategia de la disidencia focalizada ha sido, hasta ahora, el talón de Aquiles de la resistencia. Mientras las protestas estallan de manera aislada, el régimen puede desplegar su maquinaria represiva, trasladar sus fuerzas y sofocar cada foco con una brutalidad calculada.
La historia reciente lo demuestra: se apaga un incendio en un lugar, mientras se siembra el miedo en los demás. La clave, pues, está en la simultaneidad. La potencia del «todos a la vez».
Imaginemos, por un instante, el amanecer de un día distinto. Un día en el que, al unísono, desde la punta de Maisí hasta el cabo de San Antonio, en cada pueblo, en cada ciudad, en cada barrio, la gente saliera a la calle con una sola y firme consigna: «Libertad».
No sería una protesta, sería un alud. Sería el pueblo, en su dimensión total, reclamando su soberanía.
Frente a ese torrente humano, la aritmética del terror colapsa. No hay suficientes policías, ni soldados, ni celdas para contener a una nación entera que ha perdido el miedo. La fuerza bruta se vuelve irrelevante ante la imparable geometría de la dignidad multitudinaria.
Ante ese espectáculo de unidad indoblegable, el régimen no tendría más opción que desmoronarse. Su poder no reside en una legitimidad real, sino en el monopolio de la fuerza y la imposición del miedo. Cuando ese miedo se esfuma y la fuerza se revela insuficiente, la fachada se resquebraja.
No habría destino para ellos excepto la huida, porque sería el pueblo, pacífico pero masivo, el que les estaría revocando su contrato ficticio. Sería el fin de una pesadilla larga y el comienzo de la reconstrucción de la patria.
El futuro, sin duda, es optimista para quienes se atrevan a elegirlo. La disyuntiva es clara y cruda: se puede seguir muriendo lentamente, por miles, suplicando migajas a un sistema que ha demostrado su incapacidad e inhumanidad, o se puede dar el salto valiente hacia la reivindicación de lo esencial.
La comida, la corriente y las medicinas son síntomas de un mal mayor. Cuba no necesita que le curen los síntomas; necesita una cura radical. Y esa cura, la única posible, tiene un nombre antiguo y glorioso: Libertad. El pueblo tiene en sus manos la llave maestra. Solo debe decidir girarla, todos juntos, en la misma cerradura y al mismo tiempo.