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Por Oscar Durán
Santa Clara.- El asesinato del capitán de la Policía Nacional Revolucionaria, Leonel Mesa Rodríguez, alias Cal Viva, ocurrido en el municipio de Caibarién, Villa Clara, ha sacudido los cimientos de una sociedad acostumbrada a convivir entre el miedo y el silencio. El hecho, más allá de ser un suceso criminal, se convierte en un reflejo de la tensión que atraviesa un país donde la violencia no es un tema nuevo, pero sí cada vez más visible.
La Fiscalía General de la República ha tomado las riendas del caso, anunciando la apertura de un proceso penal que, según afirman, se desarrolla bajo el amparo de la ley.
El principal acusado, Nectzary Morales Vázquez, «ya se encuentra bajo prisión provisional». Esta medida cautelar, habitual en los procesos de este tipo, pretende garantizar que no exista riesgo de fuga o entorpecimiento en la investigación. Sin embargo, más allá del formalismo legal, lo que está en juego es la percepción de justicia en un contexto donde la credibilidad de las instituciones pende de un hilo. La Fiscalía asegura que se practican diligencias para reunir pruebas que permitan esclarecer lo sucedido, aunque la opinión pública sigue esperando más respuestas, por ejemplo, si el tal Nectzary existe o es otra espectáculo más de estos sinvergüenzas.
El caso pone en evidencia el delicado equilibrio entre el discurso institucional y la realidad. Por un lado, la Fiscalía insiste en que se respetan los derechos y garantías reconocidos en la Constitución; por otro, la población percibe que los procesos judiciales muchas veces se convierten en un espectáculo donde la transparencia es escasa. La gravedad de los hechos obliga a preguntarse si la sanción que se impondrá será un verdadero acto de justicia o, simplemente, un escarmiento que busque reafirmar el control del Estado sobre la narrativa de la violencia.
Resulta inevitable mirar este suceso desde una óptica política. La muerte de un oficial de la Policía no solo es un crimen contra una persona, sino también un desafío directo a la autoridad del régimen. En este sentido, la Fiscalía no se limita a investigar un asesinato: construye un relato en el que se reafirma la capacidad del Estado para “defender a su pueblo y sus instituciones”, como rezan sus comunicados. La cuestión es si esa defensa se traduce realmente en protección ciudadana o en la perpetuación de un aparato que actúa más en función de su propia supervivencia que del bienestar social.
El espectáculo está servido. La Fiscalía promete que, en cuanto culmine la investigación, solicitará sanciones “en correspondencia con la gravedad de los hechos”. Lo cierto es que este proceso no solo se ventilará en los tribunales, sino también en la opinión pública, cada vez más desconfiada y consciente de que los comunicados oficiales rara vez cuentan toda la historia. En el asesinato de Leonel Mesa Rodríguez se juega algo más que un proceso penal: se juega la legitimidad de un sistema que dice defender la legalidad, pero que carga sobre sus hombros un historial de impunidad y represión.