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LA ISLA PARTIDA: ENTRE EL ROJO Y LA LIBERTAD (I)

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Por Oscar Durán

La Habana.- Imaginen a Cuba cortada por la mitad: un país que despierta cada mañana entre dos mundos. En un lado, la ortodoxia comunista permanece intacta, con consignas, embeleso patrio y “colectivismo” de laboratorio. En el otro, brotan deseos inalienables de libre empresa, de pluralidad política y de mercado. Dos Cubas, con una línea fronteriza que sangra diferencias.

La mitad “roja” sostiene su armadura de hierro: Plaza de la Revolución intacta, el himno nacional aferrado, los simposios sobre la “revolución socialista” como ritual cotidiano. Pero gracias a la división, los militantes pueden compararse, pueden ver -por primera vez sin propaganda- que la otra mitad vive de otra manera. Sabe el sabor de una hamburguesa sin racionamiento, puede leer medios externos, el internet fluye sin Etecsa de por medio. Se perfila así un contraste que humilla la narrativa oficial.

Desde Sandino hasta Placetas, todos son rojos; desde Placetas hasta Maisí la gente es neoliberal, capitalista, o como usted quiera llamarle, menos comunistas.

Frente a eso, en la mitad “no comunista”, hay rebeldía, efervescencia. Carteles de “Patria y Vida” ondean, se construyen empresas de todo tipo, surgen emprendedores en plena carretera central, ampliada cinco metros por ambos costados. Se respira una música distinta, una Cuba que quiere mostrarse. Pero esa mitad no va a estar exenta de contradicciones: habrá pobreza histórica, infraestructuras desmoronadas, servicios públicos en ruinas. La aspiración es grande, porque los muros de fondo no desaparecen tan rápido.

Dividir un país no es ejemplaridad, es amputación. Un cubano frustrado en la parte roja mira al otro lado, sueña con entrar a una zona donde no hay colas, donde puede opinar sin miedo y, sin embargo, no pasa de soñar. Un cubano en la zona liberal acecha con espanto: “¿Y si mañana me quitan todo?”, se pregunta cuando la corriente se va, cuando suben los precios, cuando el vecino de la fila por pan murmura insatisfacción.

Las dos mitades conviven, pero no conviven. Se observa con intranquilidad. Se desea cruzar la frontera ideológica, pero se teme la recíproca. El “ellos” y el “nosotros” se fortalecen. Cada uno construye su discurso, se selecciona sus “enemigos”, inventa sus héroes e historias victimizadas. Dos Cuba paralelas que comparten la isla, el mismo cielo, el mismo mar, pero que jamás se miran de frente con franqueza.

La parte liberal inevitablemente voltea hacia el norte o hacia Europa: acuerdos, inversión extranjera, promesas de prosperidad. De pronto, en el puerto de Nuevitas se escucha más inglés que campesino, los yates surcan entradas de cenizas industriales. Se firman contratos, se prometen visas, se crea una especie de “zona emergente” donde todo parece posible.

Cuba dividida no sería solo dos gobiernos, dos banderas, dos economías. Sería dos derrotas. Porque, al final, ningún cubano que se arriesgue en una frontera intermitente de ideologías, merece vivir al otro lado del silencio. La división nos condena a todos, porque no hay identidad que resista el eco constante del odio y la sospecha.

Aún así, si tuviera que elegir, me voy con la Cuba libre, la de Placetas hasta Maisí. Estoy harto de comunismo, doctrinas y de barrigones pidiendo resistencia creativa a ritmo de consignas estúpidas.

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