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La incógnita de Nayib Bukele

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Por Luis Alberto Ramírez

En América Latina hay un patrón ya demasiado conocido como para que pase desapercibido: cuando la izquierda llega al poder, una de sus primeras maniobras es intentar cambiar la Constitución. No para mejorarla, sino para adaptarla a sus fines. Se trata del viejo truco de modificar las reglas del juego una vez que se ha ganado la partida, asegurando que nadie más pueda jugarla.

Lo intentó Hugo Chávez en Venezuela, y aunque el pueblo le dijo que no, terminó imponiendo su constitución a través de la mayoría parlamentaria.

Evo Morales también lo intentó en Bolivia; el referendo le negó la posibilidad de reelegirse, pero él forzó su candidatura alegando un “derecho humano” a ser presidente. Al final, el pueblo lo sacó.

Daniel Ortega en Nicaragua ni siquiera disimuló: lo hizo por la fuerza y a su antojo, y convirtió la Constitución en un papel servil a su figura. En Perú, otro presidente de izquierda intentó la jugada y terminó igual que Evo: fuera del poder antes de lograrlo.

La derecha, históricamente conservadora, ha criticado duramente estas maniobras. Su postura ha sido clara: si la Constitución funciona, no se toca. El viejo refrán americano “If it ain’t broke, don’t fix it” (Si no está roto, no lo arregles) ha sido su norte. Por eso sorprende, y no poco, que un líder como Nayib Bukele, con una imagen de conservador valiente y resuelto, haya seguido esa misma ruta.

Cuando el poder comienza a gustar demasiado

Sí, es cierto que Bukele ha hecho lo que muchos antes no se atrevieron. Le plantó cara a las pandillas, le devolvió a El Salvador un mínimo de seguridad que parecía utópico, y redujo la burocracia y la corrupción en un país podrido por dentro. Pero de ahí a tocar la Constitución para permitir la reelección indefinida, la misma jugada que tanto ha condenado la derecha cuando la hace la izquierda, hay un salto ideológico y moral que no se puede ignorar.

La diferencia, dicen algunos, está en los resultados. Que Bukele “sí ha cumplido”, que “su reelección no es un peligro”, que “es lo que el pueblo quiere”. Pero ese mismo argumento fue usado por los defensores de Chávez, de Evo y de Ortega. Hoy sabemos en qué terminaron esos experimentos.

Como conservador de pura cepa, me preocupa profundamente que la derecha aplauda lo que siempre criticó. Porque lo que está mal, está mal, lo haga quien lo haga. La reelección indefinida no es un acto de valentía ni de continuidad eficaz, es una alerta de que el poder está comenzando a gustar demasiado, y eso nunca acaba bien. Cambiar la Constitución para aferrarse al cargo es una traición al principio de alternancia, piedra angular de toda república sana.

Los principios no se pueden soslayar

No se trata de negar los logros de Bukele ni de pintarlo como dictador. Se trata de entender que el poder absoluto, sostenido en la popularidad y no en las instituciones, termina enfermando a cualquier país, como ya lo hemos visto demasiadas veces en nuestra historia.

Lo que sorprende, y decepciona, no es que la izquierda lo intente. Ya sabemos que ese ha sido su camino. Lo preocupante es que la derecha lo justifique ahora que le conviene. ¿Dónde quedó el principio? ¿Dónde la coherencia?

Hoy, más que nunca, hace falta recordar que ser conservador no es apoyar ciegamente a quien gobierna bien, sino defender los valores institucionales que permiten que un país no dependa jamás de un solo hombre, por muy bueno que parezca. Porque hasta el mejor gobernante puede torcer el rumbo, y entonces ya será demasiado tarde para cambiar las reglas de nuevo.

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