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Por Irán Capote ()
Pinar del Río.- ¡Nunca soporté peinarme! Cuando era adolescente y había que cumplir con los reglamentos escolares, iba al barbero y me hacían unos pelados de esos discretos y aburridos.
Yo me sentía muy mal. Siempre estaba inconforme. Y la cosa venía de mucho antes. La cosa venía desde la infancia, porque mi madre, insistía en que me pelara “bien bajito”, “bien bien bajito “, porque había calor, porque se ahorraba dinero y porque le daba la gana a ella. Además, los machos tenían que estar pelados como los machos, sin tanto estilo, sin siquiera una miserable coleta o una moña (como tuve después).
Claro, mi madre venía de un pensamiento anterior, un pensamiento forjado por la conciencia revolucionaria y fallida del hombre nuevo, el bajo perfil, la obediencia y toda la metralla esa del ideal socialista cubano.
Demás está decir que no poder ser libre ni con el cabello, aportó a forjar en mi la decepción a todo lo que significara “el proceso”.
Pues así fue mi pelo en la primaria. Un gordito pelado “bien bien bajito”. Después vino la secundaria y como estaba becado y lejos de mi casa y en condiciones inmundas, pues mi acto de rebeldía sutil comenzó por el pelo.
Fue la etapa de “los pinchos”. Todos los muchachos de aquella escuela querían tener pinchos. Bueno, “pinchitos”, porque la máxima dirección el plantel , con ese tono autoritario y militar que se le impregnaba a todo en este país, tenía un reglamento escolar más apropiado para soldados que para adolescentes y exigía que el corte de pelo de los varones fuera “bien bien bajito”, como los hombres que necesitaba esta Revolución (lo digo y se me paraliza el estómago).
Bueno, el caso era que aunque estaba el puto reglamento, yo tenía ganas de que mi pelado dejara de ser aquella cabeza bola y empecé a tratar de hacer pinchitos. Y ahí viene el problemón inicial, porque mi pelo, acostumbrado a obedecer y con esa naturaleza de pelo chino, se echaba pa alante y siempre estaba como un alambre de púas. Entonces, alguien me sugiere que lo fuera dejando largo y que todas las noches usara una media panty en la cabeza para que fuera cogiendo el molde pa atrás.
Usaba la media debajo de una gorra durante las jornadas de trabajo en el campo, durante las noches y los fines de semana cuando tocaba el pase. Lo dejé crecer un poquito arriba y poco a poco y echándole de todo lo que se aparecía fue apareciendo un pelo distinto que me permitía hacerme unos discretos pinchos.
Terminé la secundaria y en aquellas vacaciones previas a entrar a la Escuela de Instructores de arte, dejé que creciera la parte de arriba y creció tanto que ya podía hacerme una raya en medio, partir una banda para cada lado y hacerme aquel “bisté” que duró uno o dos cursos hasta que en la direccion de la escuela de teatro empezaron con la majomía militar de que había que tener buen “porte y aspecto”.
Y eso incluía que el pelado de los varones tenía que ser “bien bien bajito”. Ya yo estaba madurando mi rebeldía y aquella orden me cayó como una bomba porque, cómo era posible que también en una escuela de arte se limitara y reglamentara la imagen de un estudiante y se exigiera como si fuera a un militar.
En fin, que tuve que quitarme el bisté (A Dios, gracias, porque me quedaba en llama) Y ahí apareció “la moña”.
Para la moña, yo me echaba todo el pelo para alante con gel de papa, y en la frente levantaba los pelos como si fuera una corona. También era algo muy cheo, pero realmente era mejor que el bisté y que el pelado de mi infancia.
Después de la escuela de teatro, vino el Servicio Militar obligatorio… Y como ya saben, todo aquel pelo dejó de ser moña, dejó de ser bisté y se convirtió en ofrenda para la Revolución Militar.
Un año muy triste, muy jodido en materia de imagen y de libertad.
Cuando pasó la pesadilla y creí que ya estaba fuera de todo dogma y que podía comenzar a ser libre, llegaron mis años de servicio social como profe de teatro en la Vocacional. Y yo lucía una peluquera hermosa, súper friki, con una coleta fina en la que a veces me hacía trencitas y un pelo bien alborotado arriba.
Ya comenzaba a dejarme barba. Y andaba yo de lo más feliz, de lo más original, de lo más creativo, cuando el Director General del Plantel Educativo, me llama muy en secreto para la Dirección General y mete una charla sobre la apariencia correcta de un profesor y me pide que por favor, me hiciera el “ pelado nacional”.
Yo no entendía a lo que se refería. Le pido más detalles y me explica que el pelado nacional era el pelado que se hacían los hombres y que el pelo quedaba así “bien bien bajito”. Claro, era el mismo pelado de mi infancia. Le dije cosas que ahora no recuerdo , pero entre ellas estaba mi pregunta: “¿Qué tiene que ver mi pelo con la calidad de mis clases? ¿Qué tiene que ver mi pelo con la Revolución?”
Duré poco más de unos meses ahí . Y después me fui de todo lo que significara la docencia. Porque nada más parecido a la vida militar que la docencia en la Cuba de aquellos dos mil y pico cortos.
Me fui de a lleno para el mundo del teatro. Y desde entonces hago con mi pelo y con mi vida lo que me dé la gana. Me lo dejo alborotado, no me peino. Me doy cortes cuando yo quiera. Porque mi pelo es mi símbolo de rebeldía, mi provocación a todo dogma. Mi libertad. No sigo tendencias, no estudio cortes ni peinados de estilo de mi generación. Lo dejo ser!
Por eso cuando alguien me sugiere desde el respeto o desde el entrometimiento que me pele o me peine, meto la mano en mi cabellera y lo remuevo bastante , lo remuevo tanto que parezco un loco. En ese gesto está todo lo que soy.