
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Joel Fonte
La Habana.- Quienes aún hoy idolatran ingenuamente a Fidel Castro, son víctimas del adoctrinamiento del régimen que elevó al déspota a la categoría de ungido.
Instalar la disonancia entre el pensar y el actuar de los cubanos es uno de los actos más bárbaros, más antinaturales materializados por el castrismo y concebido por su caudillo.
Porque si algo identifica a los ciudadanos libres en cualquier sociedad es la coherencia entre su sistema de ideas, de pensamientos, y el modo abierto de manifestarlos en el medio social, en la familia, o en los espacios íntimos, con naturalidad, sin temor a ser reprimidos por ello.
En el olvido de esa práctica humana está una de las causas esenciales del inmovilismo de un pueblo que ha tolerado la forma de esclavitud a que se reduce nuestra existencia.
Es ese un derecho humano esencial, por encima incluso de la garantía de disfrutar del sagrado derecho a la propiedad privada, de que ningún Estado o autoridad puedan despojar al ciudadano de sus bienes, ni indicarle como administrarlos, del derecho a reunirse, a manifestarse, a emprender un proyecto político o económico sin obstáculos o frenos por parte del Estado…
Sin embargo, el reconocimiento por el nuevo Poder y el ejercicio por los ciudadanos de los derechos humanos más esenciales -la Organización de las Naciones Unidas consagró 30 como los más importantes en su Declaración Universal de 1948- cuestionaban el diseño de régimen comunista que Castro se había propuesto imponer a su llegada a la Habana en 1959: una sociedad controlada por un partido único que la subordinara, que se apropiara primero de sus bienes, luego de sus vidas, y finalmente que llegara a ejercer hasta el control de su pensamiento.
Fidel Castro, en solo 18 meses, no solo confiscó todo el sistema productivo del país que estaba en manos privadas, todas las grandes empresas nacionales y extranjeras, los periódicos, la televisión, la radio, estatalizo la enseñanza, la salud, atacó y criminalizó los partidos políticos a la vez que deformó y desnaturalizó las instituciones determinantes del funcionamiento democrático del país -el Congreso, el Poder Judicial, el propio Poder Ejecutivo- sino que fue imponiendo un acelerado culto enfermizo a su personalidad, magnificando su imagen para erigirse como única fuente de Poder.
El caos económico y las carencias materiales comenzaron a la par que desaparecían las libertades personales, y cuando, antes de terminar la década del ’60, fueron intervenidas también más de 60 mil microempresas- que era el único rezago de propiedad privada que subsistía y que le robaban el sueño al déspota obsesionado con tener el control de todo, con ser el dueño de todo- ya el país había caído en un proceso descendente que no se detendría hasta hoy.
Por eso, y por muchísimo cosas más, la historia que en el futuro se escriba sobre la realidad de estas más de seis décadas de dictadura en Cuba tendrá que admitir que además de astucia, de ansias de poder, de egocentrismo, de capacidad para manipular y corromper, para dividir y alimentar el odio entre los cubanos para sostener una ideología enferma impuesta por él, de su persistencia para tejer redes de represión y conspiración contra su propio pueblo e idear conflictos y guerras en más de una decena de países, no hubo en Castro genialidad alguna.
Tampoco la hay en su hermano, que solo ha sumado peldaños en el descenso a la vida de miseria y asfixia de un país que está muy próximo a sacudirse el yugo de la dictadura más prolongada de la historia moderna en el hemisferio occidental.