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Por Luis Alberto Ramirez ()
Estados Unidos ha librado innumerables batallas a lo largo de su historia: guerras declaradas, conflictos ideológicos, pugnas económicas y desafíos diplomáticos. Pero hay una guerra más sutil, más cruel y destructiva, que no se libra en los campos de batalla ni en los foros internacionales, sino en los callejones, escuelas y hogares del propio pueblo americano.
Es la guerra del veneno blanco, la del narcotráfico y la adicción, una ofensiva deliberada que busca corroer la fibra moral y la estabilidad social de la nación más poderosa del mundo.
Durante décadas, Washington ha combatido ese flagelo con recursos, tecnología e inteligencia. Ha perseguido cárteles, desmantelado redes y reforzado sus fronteras. Sin embargo, hoy que Estados Unidos parece tener la cabeza de la serpiente entre sus manos, surge un obstáculo inesperado: la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU). Bajo el pretexto de los derechos humanos, del enfoque “humanitario” hacia los narcotraficantes o de una supuesta comprensión social del consumo, se pretende amellarle el machete al país que más ha sufrido los efectos devastadores de este mal.
Esta “guerra silenciosa” no es casual ni espontánea. Detrás de ella existe una estrategia geopolítica que se remonta a los años de la Guerra Fría. Cuando Fidel Castro proclamó que la Revolución Cubana era “un becerro venenoso” dispuesto a desafiar al imperialismo, no hablaba solo en términos políticos. Su proyecto, y el de quienes lo sucedieron ideológicamente, consistía en minar a los Estados Unidos desde dentro, debilitando su juventud, su economía y su moral.
Hugo Chávez, heredero de ese espíritu antiamericano, continuó el legado, tejiendo alianzas con regímenes y grupos que vieron en el narcotráfico un arma estratégica. No podían vencer militarmente al coloso del norte, pero sí podían intoxicar su alma. Así, la droga se convirtió en un instrumento de guerra, un misil químico disfrazado de polvo blanco.
Hoy, mientras el fentanilo cobra miles de vidas al año y los cárteles operan como ejércitos transnacionales, los enemigos de la democracia americana celebran su avance silencioso. En nombre de la “tolerancia” y de una “visión progresista” del problema, algunos organismos internacionales parecen olvidar que no se puede negociar con el veneno ni pactar con quienes lucran del sufrimiento humano.
Estados Unidos no debe ni puede detener su esfuerzo. Su deber moral es proteger a su pueblo y preservar los valores sobre los cuales se erige su democracia. Porque esta guerra, aunque no tenga trincheras visibles, definirá el futuro del país y de todo el mundo libre.
La serpiente está herida, pero no muerta. Y si la ONU, por complacencia o cálculo político, decide amellarle el machete a quien intenta cortarle la cabeza, será cómplice del colapso silencioso de la civilización que juró defender.