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La estadística del vacío: hambre y silencio en la Cuba de hoy

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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Lo que no se dice a menudo grita más fuerte que un discurso en la Plaza de la Revolución. En la isla, el apagón informativo es tan frecuente como el eléctrico, y ambos dejan a la población a oscuras, tanteando en la penumbra de una realidad que el poder prefiere maquillar.

Las cifras, esas testigos incómodas que el Estado intenta encadenar en los sótanos de la ONEI, han empezado a quebrar sus grilletes. Un análisis descarnado del Food Monitor Program les ha dado voz, y lo que cantan es un réquiem para la soberanía alimentaria cubana: un desplome histórico, un derrumbe sin paliativos que hunde sus raíces entre 2018 y 2023 y cuyas grietas alcanzan ya los cimientos del país.

No son especulaciones de la disidencia. Es la letra fría, la planilla excel del propio Leviatán, que se delata a sí mismo. La producción de arroz, la base de la mesa del cubano, se evapora en un 90%. Las pastas alimenticias, ese consuelo de los días duros, se hunden un 91%. Y la carne de cerdo, el sueño prohibido de cualquier domingo, prácticamente desaparece con una caída del 93%. Los lácteos se convierten en un recuerdo lejano en el paladar de los niños: queso (-52%), yogurt (-69%), leche evaporada (-90%). Hasta el pan de la bodega, ese símbolo último de la cartilla de racionamiento, se encoge un 30%. Son números que, leídos en secuencia, no describen una crisis, sino un colapso.

La ONEI, lejos de ser ese faro técnico e imparcial que pregona el manual, es un apéndice más del aparato de propaganda. Su función no es iluminar, sino legitimar. Sin embargo, la magnitud del desastre es tan abismal que ni siquiera sus cifras, amañadas y selectivas, pueden seguir ocultando el abismo. El régimen, acorralado por su propia incompetencia, se ve forzado a publicar datos que son su propia condena. Es la estadística como espejo roto: aunque los fragmentos no muestren la imagen completa, basta con unos pocos para saber que el reflejo es el de un naufragio.

El hambre siempre habla

Pero el silencio es una estrategia. Frente a la evidencia del derrumbe nacional, la táctica es fragmentar, ocultar, eliminar el rastro. No hay datos que permitan cartografiar el hambre por provincias, no hay registros oficiales de los cortes de agua y electricidad que pudren los alimentos, no se cuantifican las pérdidas en las podridas cadenas de frío. El Estado no mide lo que no quiere ver, y lo que no ve, declara que no existe. Leer las estadísticas cubanas es un ejercicio de detective: hay que seguir el rastro de lo omitido. Lo que no se mide, el ciudadano lo paga con la tripa vacía.

En este páramo de información veraz, medir el hambre se ha convertido en un acto de valentía y de disidencia. Organizaciones como el FMP se juegan el tipo para complementar los vacíos oficiales con encuestas y testimonios que retratan el consumo real, el papel de las remesas como cordón umbilical para comer y el porcentaje obsceno del salario que se destina a intentar llenar una despensa siempre vacía. El gobierno no solo no soluciona el problema; criminaliza a quien intenta diagnosticarlo. Las protestas que estallan desde Santiago hasta Bayamo no son más que el grito desesperado que suple a las gráficas que el régimen se niega a publicar.

Al final, el ciudadano de a pie se convierte en el dato vivo que el Estado borra. Las estadísticas oficiales son, a la fuerza, un punto de partida, pero su contraste con la realidad de las colas y los apagones las desnuda como lo que son: un pálido reflejo de una tragedia mucho más honda. En la Cuba de hoy, los silencios estadísticos pesan más que las cifras publicadas. Cada gráfica truncada, cada dato omitido, es un mensaje cifrado para el pueblo: lo que el Estado no mide, usted lo sufre en la mesa, lo siente en el estómago y lo padece en la impotencia de un futuro que se desvanece. El hambre, al final, siempre encuentra su manera de hablar.

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