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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- El Partido Comunista de Cuba (PCC) no es simplemente una organización política: es una red omnipresente que se extiende como una telaraña sobre toda la sociedad cubana. Una telaraña que atrapa, condiciona, controla y decide quién puede vivir, quién puede prosperar y quién queda condenado a sobrevivir en los márgenes.
En Cuba, existen tres tipos de personas: los que pertenecen al partido, los que necesitan pertenecer para poder acceder a oportunidades, y los que, como auténticas garrapatas ideológicas, se alimentan del pueblo bajo el disfraz del “compromiso revolucionario”.
Estos vividores “revolucionarios”, atrincherados en cargos del PCC y en puestos de dirección, disfrutan una vida de lujos en un país donde millones sobreviven entre la escasez, la inflación, las epidemias y la desesperanza. Se sostienen robando al Estado, malversando recursos, desviando mercancías y beneficiándose de una estructura diseñada para protegerlos mientras exprimen al ciudadano común. La élite partidista ha convertido la nación en su finca privada, destruyendo la economía, hambreando al pueblo y martirizando a generaciones enteras de cubanos.
En Cuba no basta con ser profesional, competente o trabajador. Para aspirar a un buen empleo se necesita “idoneidad”, un concepto que oficialmente significa aptitud, pero que en la práctica se traduce como sumisión política. Quien no tenga el aval ideológico del partido queda automáticamente excluido de puestos de responsabilidad, de empleos con acceso a moneda extranjera o de cualquier posibilidad real de ascenso económico.
La idoneidad no evalúa la capacidad laboral, evalúa la lealtad política. Ser confiable para el PCC significa estar dispuesto a repetir consignas, a participar en marchas, a callar ante los abusos y a mirar hacia otro lado cuando los jefes “resuelven” para ellos mismos.
En Cuba se produce poco, muy poco, y lo poco que se produce se mueve a través de la red del partido. Los empleos que pagan en moneda extranjera, la dirección de empresas estatales, e incluso las pequeñas empresas privadas que sobreviven a duras penas, todas necesitan el aval del PCC. Sin ese aval no se puede exportar, no se puede importar, no se pueden obtener permisos ni operar con tranquilidad.
El que no tenga una buena relación o no sea “confiable” para la organización, queda bloqueado. Así funciona la red: controla la economía, la sociedad y hasta las aspiraciones del individuo. No por mérito, sino por fidelidad.
La isla está infestada de doble moral, un monstruo que el propio sistema creó y promovió. Para sobrevivir, el cubano dice una cosa en público y otra en privado; piensa una cosa, pero expresa lo contrario; sonríe donde quiere gritar. Como dice el refrán popular: “una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero”. Esa frase resume la vida diaria del país: una población atrapada entre el miedo y la sobrevivencia.
El miedo es inseparable de la doble moral. Miedo a perder el empleo, miedo a que te marquen como desafecto, miedo a que tus hijos no puedan estudiar, miedo a que te vigilen, miedo a hablar demasiado. En Cuba, hasta para respirar hay que tener cuidado.
La doble moral destruye la confianza, la productividad, el progreso y la esperanza. Es el veneno más letal, porque obliga a una sociedad entera a vivir fingiendo.
El PCC ha secuestrado a Cuba. No solo políticamente, sino económicamente, moralmente y espiritualmente. La nación vive atrapada en una estructura donde los vividores revolucionarios disfrutan de privilegios, mientras el pueblo trabaja, se sacrifica y sufre.
Y lo más doloroso es que esa red no se sostiene por fuerza ideológica ni por convicción: se sostiene por miedo y por necesidad. Por un país donde la única forma de avanzar es pertenecer a un sistema que te exige renunciar a tus valores, a tu honestidad y a tu libertad. Mientras esa red siga intacta, Cuba seguirá detenida en el tiempo, sin futuro, sin desarrollo y sin la más mínima oportunidad de progreso real.