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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Resulta difícil escribir sobre Cuba sin que te tiemble el teclado. No por la isla, sino por los cubanos de aquí y de allá, esos que se desviven por mandar dólares a la familia mientras maldicen al régimen que los obligó a irse. Pero hay una pregunta que se repite como un eco en las cocinas de Miami: ¿qué pasa cuando ese dinero no va para tu madre enferma, sino para el tipo que te vigilaba en el barrio?
Las remesas son la sangre de Cuba. Sin ellas, la economía estaría más muerta que el azúcar que ya no se produce. El cubano de a pie sobrevive con unos cientos de dólares al año que le llegan desde Miami, en envíos de unos 132 dólares cada vez, por decir una cifra que revelan los estudiosos.
Es un dinero que sirve para comprar comida, medicinas y jabón, no para lujos. La madre es la principal receptora, la retaguardia moral y económica de una guerra que se libra a distancia. Pero ahí empieza el problema: ¿quién define qué es «la familia»? ¿Y si tu hermano no es un disidente, sino un miembro de los CDR que aplaude los discursos de Díaz-Canel?
La vida en Cuba es tan cara que un solo huevo puede costar más que la hora de salario mínimo. Para alimentar a dos personas, se necesitan al menos 24 mil 351 pesos cubanos al mes, mientras el salario promedio no llega a los cinco mil 600.
Es una ecuación imposible. Por eso las remesas no son un acto de caridad, sino de supervivencia. Pero cuando ese dinero termina en las manos del policía que reprimió las protestas del 11J, o de la funcionaria que niega medicamentos a un anciano, la ayuda se convierte en complicidad. Es como si un judío en el exilio le mandara un paquete a un guardia de Auschwitz porque, al fin y al cabo, «también es familia».
Hay quien dice que el dinero no tiene ideología. Mentira. En Cuba, cada dólar que entra por canales informales —el 92.68% del total— es un golpe al monopolio de GAESA, el conglomerado militar que controla la economía. Pero también puede ser un salvavidas para quienes sostienen el mismo sistema que hunde el país. ¿Es lícito que alguien desde Miami le pague el internet a un agente de la Seguridad del Estado? ¿O que financie la educación universitaria de un hijo que, al graduarse, será otro engranaje de la maquinaria represiva?
La doble moral es el pan nuestro de cada día. Mientras el exilio manda dinero para «que no sufran», muchos receptores usan ese mismo dinero para callar ante las injusticias. «Total, con lo que me manda mi hijo en Miami, yo como bien y me callo». Así se construye la paz de los cementerios: con dólares que compran silencios. Y lo más triste es que esos dólares salieron del trabajo duro de quien tuvo que huir para poder respirar libremente.
Al final, la pregunta no es si hay que mandar remesas —eso es una obligación moral con los padres ancianos o los hijos pequeños—, sino para qué demonios se usan. Si ese dinero sirve para que tu hermana, la maestra, pueda comprar zapatos sin tener que adular al director del Partido, perfecto. Pero si termina en la cuenta de quien apoya a la dictadura, entonces quizás deberías preguntarte si no estás pagándole la bala a quien te apunta.
En Cuba, hasta la solidaridad tiene dueño. Y a veces, el dueño es el enemigo.