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A propósito del XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Evangelio: Lucas 17, 11-19)
Por P. Alberto Reyes ()
Camagüey.- Hoy el Evangelio nos presenta la curación de 10 leprosos, de los cuales sólo uno, un samaritano, regresa para dar las gracias al Señor.
Es hermoso ver el agradecimiento del samaritano, y nos choca la aparente ingratitud de los otros nueve leprosos sanados, pero el mensaje de este Evangelio no es un llamado a la gratitud.
En tiempos de Jesús, la lepra era considerada un castigo de Dios por los pecados cometidos, por tanto, el leproso se sentía rechazado no sólo por la gente sino, también, por el mismo Dios. El leproso era un ser
de soledad: no podía acudir a ninguna persona sana, pero tampoco podía acudir al Dios que lo había rechazado y maldecido.
Al quedar limpio, el leproso entiende que Jesús no es un simple curandero, sino aquel que viene en nombre del mismo Dios, y que transmite un mensaje diferente al que siempre había escuchado: que Dios no
está lejos de los leprosos, ni los rechaza, ni la lepra es una maldición, porque Dios no maldice, ni castiga, ni se aleja del pecador.
El leproso vive, por tanto, una doble curación: la de su enfermedad física y la de su modo de ver a Dios.
Nosotros, veinte siglos después, hemos escuchado muchas veces hablar del Dios de la misericordia, del Dios del amor y del perdón. Entonces, ¿de qué modo de ver a Dios necesita curación nuestra generación?
Nosotros nos hemos ido al extremo contrario. Del miedo al Dios vengativo, terrible, amenazador y condenatorio, nos hemos ido a un Dios “de andar por casa”, a un Dios que ha dejado de ser “el Señor”, para pasar a ser un colega, un socio, un simple amigo del barrio.
Como sabemos que “Dios nos ama”, que “Dios siempre perdona”, que “Dios es misericordia”, hemos relajado el cuidado de la intimidad con Dios, como esos matrimonios que, con el pasar del tiempo, siguen
juntos pero han perdido la delicadeza en el trato, el ambiente tierno hecho de respeto y cariño, ese modo sutil de transmitirse el uno al otro lo importante que es tenerlo en su vida.
Cuando descuidamos la oración, cuando los textos de la Biblia se reducen a los que escuchamos en la Misa, cuando siempre “pasa algo” que nos hace llegar tarde a la Misa o nos hace no llegar, cuando la
confesión se hace cada vez más una tradición innecesaria, cuando se van metiendo en nuestros días esas pequeñas cosas que “no son de Dios” pero con las cuales puede cargar la conciencia… Dios no es excluido de nuestras vidas, pero ya no es “el Señor”.
Y como sucede con los matrimonios descuidados, a veces todo se rompe, y descubrimos, así, de repente, que Dios es ya sólo un accidente de nuestra vida. O la relación permanece, pero no es la que da el tono a nuestros días, no es la que marca el ritmo.
Jesús no se queja de que los otros nueve leprosos no le hayan agradecido sino que sólo uno ha venido a dar “gloria a Dios”, sólo uno ha entendido lo que significa ser abrazado por Dios.