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Por Oscar Durán
Santiago de Cuba.- El 24 de agosto de 2011 no fue un día cualquiera en Santiago de Cuba. Mientras la dictadura afinaba sus discursos de cartón piedra, un hombre, José Daniel Ferrer, decidió darle cuerpo a una esperanza que ya venía latiendo en la clandestinidad: la Unión Patriótica de Cuba (Unpacu).
Con apenas un puñado de valientes, Ferrer fundó una organización que nació para enfrentar, desde la desobediencia cívica y la resistencia pacífica. Fue una entidad contra el monstruo que por más de medio siglo había devorado la dignidad de una isla.
La Unpacu no fue solo una sigla bien puesta, fue un desafío abierto a la maquinaria represiva. En pocos meses, de ese grupo inicial brotaron cientos de voces. Miles de manos se levantaron en barrios y ciudades donde la miseria era la única política de Estado.
La organización creció porque entendió que la lucha por la democracia no se escribe en un papel oficialista. Se desarrolla en la calle, en la ayuda al vecino, en el gesto de quien comparte un pedazo de pan cuando el régimen te quiere muerto de hambre.
José Daniel Ferrer lo entendió mejor que nadie. Su casa en Altamira se convirtió en refugio, en hospital improvisado, en comedor para ancianos y niños. Pero esa misma generosidad lo convirtió en el enemigo público número uno de los Castro. Lo persiguieron, lo golpearon, lo encarcelaron. Hoy sigue enterrado en las mazmorras del castrismo, convertido en un rehén político, símbolo viviente de la saña de un régimen que no perdona el coraje.
La represión contra Ferrer es también el reconocimiento involuntario de su importancia. Un hombre que se atreve a mirar de frente a la tiranía y a decir “no” sin armas ni odio es más peligroso que un ejército entero. Su único recurso es su fe en la libertad. Por eso lo acallan, lo castigan, y lo quieren borrar de la memoria pública. Pero el eco de su voz ya no se puede apagar: la Unpacu es la prueba.
Cada golpe contra Ferrer, cada celda húmeda que lo encierra, cada segundo de aislamiento, solo refuerza la certeza de que la dictadura está aterrada. Saben que, aún tras los barrotes, Ferrer sigue liderando. Su nombre circula en redes, en la diáspora, en los hogares que reciben clandestinamente ayuda de sus compañeros. En cada protesta sofocada, hay un pedazo de UNPACU gritando.
Y así llegamos a hoy, catorce años después de aquella fundación. Con Ferrer otra vez preso, la Unpacu está más viva que nunca. Su sacrificio personal es la confirmación de que la libertad cuesta, y cuesta caro. Sin embargo, en la historia de Cuba, siempre fueron los encarcelados, proscritos, y perseguidos, quienes al final abrieron las puertas de la esperanza. Ferrer, desde su celda, lo sabe: el futuro de la isla no lo decidirán los verdugos. Lo decidirá la valentía de los que, como él, prefirieron la dignidad a la obediencia.