Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- ¿Cómo no llamarle dictadura al régimen de La Habana cuando el solo hecho de grabar o publicar un video de una cola en la calle puede llevarte a la cárcel? En Cuba, la represión no solo se ejerce en las plazas o en los tribunales, sino también en el espacio digital, convertido por el poder en un campo minado donde la libertad de expresión se paga con cárcel, multas o la confiscación de los pocos medios tecnológicos que la gente puede adquirir.
El Decreto-Ley 370, conocido popularmente como la Ley Azote, es el instrumento más visible de esa mordaza institucional. Bajo su amparo, se castiga a los ciudadanos que publiquen en redes sociales cualquier contenido considerado “contrario a los intereses del Estado”. La ley permite imponer multas desproporcionadas, que superan con creces el salario mensual de un trabajador, o incluso penas de prisión de hasta 15 años, dependiendo del caso. No se trata de sancionar delitos reales, sino de castigar la disidencia, de borrar de la conversación pública todo rastro de pensamiento libre.
El control digital en Cuba es total y planificado. Para mantenerlo, el régimen cuenta con un entramado mediático oficial que abarca desde Radio Granma, Tele Turquino, La Jiribilla, Radio Habana Cuba, Radio Rebelde, Canal Habana, hasta el Portal de la Radio Cubana. Son los voceros del discurso único, los encargados de repetir la narrativa del poder y atacar en redes a quienes se atrevan a contradecirla.
A este ejército mediático se suma otro más oscuro y agresivo: las “ciberclarias”, activistas digitales al servicio del régimen, entrenadas para acosar, desinformar y distorsionar la realidad. Ellas invaden las redes sociales con insultos, ataques coordinados y campañas de descrédito contra periodistas, activistas o simples ciudadanos como yo, que solo expresamos opiniones diferentes. En Cuba, la verdad no se discute: se persigue.
Pero este modelo de represión digital no es exclusivo de La Habana. En Venezuela, la llamada Ley contra el Odio cumple la misma función: silenciar a los disidentes bajo el pretexto de “preservar la paz social”. En Nicaragua, la Ley de Ciberdelitos de 2020 castiga cualquier publicación que el régimen califique de “falsa” o “desestabilizadora”. Y en todos los casos, el objetivo es idéntico: criminalizar la verdad y controlar el pensamiento.
Además, la represión digital en Cuba se complementa con otro mecanismo de control: el acceso restringido y costoso a Internet. Las tarifas de conexión son tan elevadas que resultan inalcanzables para el salario promedio de un trabajador. La mayoría de los cubanos dependen de recargas enviadas desde el extranjero, y solo una minoría puede mantener una presencia constante en redes. Así, el Estado logra una doble victoria: limita el acceso a la información y castiga a quienes logran acceder y se atreven a hablar.
El control totalitario en Cuba, como su propio nombre lo indica, es total: controla la palabra, el pensamiento, la comida, el salario y la esperanza. En una sociedad donde hasta la publicación de una simple foto de una cola puede considerarse delito, no hay espacio para la libertad ni para el futuro.
Por eso, llamar “gobierno” a un régimen que vigila, censura y castiga el pensamiento digital de su pueblo sería una hipocresía. En Cuba no gobierna una administración: domina una dictadura, y su control no se limita al espacio físico, sino que se extiende al terreno más íntimo y moderno del ser humano. Al régimen de la Habana, habría que considerarlo ilegitimo a nivel internacional: una banda de ineptos delincuentes que asumen el liderazgo de un país sin la anuencia de su pueblo.