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Por Víctor Ovidio Artiles ()
Caibarién.- Me pasé la noche entera paseando de la sala al comedor y pidiendo me pincharan con cuchillo, no con tenedor. Tan jodido estaba que, de seguro, no iba a echar sangre. Mi sangre está coagulada, echa tiras.
Llamar «quitipón» al relajo malintencionado de todo el día y agravado en la noche, no sería correcto. Vino, apago mi intento de convertidor, quita cable, recoge el circo, carga niño, nos vamos al cuarto, conecta ventiladores, abro ventanas, nos acostamos, nos quejamos, la quitan otra vez.
Nos levantamos, cerramos ventanas, ofendemos a varios, cargamos matules, armamos el campamento, mato un alacrán, enciendo el engendro casi descargado, fumo, protesto, carga niño, se parte la cintura al llevarlo al colchón del piso, el perro ladra, le ladro a él, tomo agua, orino, me acuesto en el piso, la ponen otra vez. Y así…hasta que decidimos quedarnos en la cocina y no dejarnos llevar por falsas ilusiones.
El pequeño llora, yo no lloro porque los hombres no lloran pero ganas tengo. El niño no se duerme, nosotros tampoco. Le advertimos que se duerma ya que vendrá el coco y lo comerá. El niño sabe que es mentira nuestra y que el coco sabe lo que puede costarle si aparece allí.
Está llorando el pequeño y sabemos por qué, hasta la señora Santana sabe que no es por una manzana que se le ha perdido. ¿Tendrá niños el muchacho del Catao? ¿Estará borracho el muchacho del Catao? Tanto «quitipón» me huele mal. El baño también me huele mal y los cigarros de la bodega y la mente de los que siguen mortificando aún sabiendo que a las cosas que son feas hay que ponerles un poco de amor.