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Por Redacción Nacional
La Habana.- Miguel Díaz-Canel ha dicho en voz alta lo que durante años intentó esconder: que la dolarización parcial de la economía ha ensanchado las brechas de desigualdad en Cuba. El problema no es solo que lo diga. El problema es que lo diga ahora, cuando el daño ya está hecho, cuando el país es una gran fractura donde unos comen pollo por la izquierda y otros se alimentan de consignas rancias por la libreta.
El presidente reconoce que dolarizar fue una “obligación” para “sortear” la crisis económica. ¿Sortear? En buen cubano: improvisar, parchar, meter el dedo en la herida para no sangrar tan rápido. Y en ese juego de salvavidas, se tiró el dólar y que lo agarre quien pueda. Quien tenga familia en Miami, quien reciba remesas, quien venda un riñón o el alma. El resto, el trabajador honesto que vive con su salario en pesos cubanos, ese quedó para el olvido.
Lo admitió con un lenguaje florido, casi académico: “se ha favorecido a quien posee determinados recursos y capitales”. En palabras reales: se jodió el pobre. Y no solo eso, el Estado lo mandó al matadero de la escasez, a sobrevivir entre bodegas vacías, apagones eternos y precios que suben más rápido que los discursos en el Parlamento.
Díaz-Canel se lava las manos, otra vez, culpando al bloqueo, al turismo caído, a la pandemia. Pero se calla que la desigualdad no la impusieron desde Washington, sino desde el mismísimo Palacio de la Revolución. Porque fue el régimen quien permitió un sistema de tiendas en MLC, fue el régimen quien eliminó la doble moneda para terminar creando tres economías: la del dólar, la del peso y la del que no tiene nada.
¿Y ahora qué? ¿Nos tocará agradecerle al presidente por admitir que estamos peor? ¿Por decir que la injusticia es consecuencia de una “decisión difícil”? La desigualdad en Cuba no es un accidente. Es un crimen económico con firma oficial. Y mientras él lo confiesa desde su podio, el pueblo lo paga desde la cola.
Cuba, ese país que alguna vez se jactó de igualdad, es hoy una caricatura rota donde el coeficiente Gini sube y el arroz desaparece. Donde los que más tienen viven en otra isla, una con aire acondicionado, Internet ilimitado y acceso a dólar fresco. El resto, ya ni voz tiene.
Y lo más doloroso no es el reconocimiento. Es la ausencia total de voluntad para revertirlo. No hay un plan. No hay justicia. Solo hay una confesión que suena más a burla que a redención. En Cuba, decir la verdad cuando ya todo está podrido, no te convierte en valiente. Te convierte en cómplice.