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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)
Houston.- La Comuna de París de 1871 ha sido convertida por el pensamiento marxista en un símbolo fundacional, presentado como el primer ensayo de emancipación proletaria y como una forma superior de democracia popular.
Sin embargo, una lectura histórica honesta, desprovista de consignas ideológicas, revela una verdad incómoda: la Comuna no fue una experiencia de libertad, sino un experimento político fallido, violento y autoritario, nacido del colapso del Estado francés tras la derrota frente a Prusia y sostenido por la coerción armada.
Lejos de representar al conjunto del pueblo francés, la Comuna fue obra de una minoría radicalizada, atrincherada en una París exhausta, aislada del país y sumida en el caos. No surgió de un mandato nacional ni de una voluntad democrática amplia, sino de un vacío de poder aprovechado por sectores revolucionarios que se negaron a reconocer al gobierno legítimo instalado en Versalles.
Contrario a la imagen romántica de autogobierno popular, la Comuna abolió en la práctica el pluralismo político. Gobernó mediante comités revolucionarios, cerró periódicos opositores, persiguió a disidentes y aplicó ejecuciones sumarias sin garantías legales. La violencia no fue un accidente, sino un instrumento de poder. El asesinato del arzobispo de París, Georges Darboy, junto a otros rehenes civiles y religiosos, así como la masacre de la Rue Haxo, evidencian el carácter represivo del régimen comunero.
En su fase final, la Comuna añadió un rasgo que la propaganda suele silenciar: la destrucción deliberada del patrimonio histórico de París. El incendio del Palacio de las Tullerías, del Ayuntamiento, del Palacio de Justicia y de archivos públicos no fue un acto de defensa, sino una política de tierra arrasada impulsada por el fanatismo ideológico y el desprecio por la civilización que decían liberar.
La posterior represión del gobierno de Versalles durante la llamada Semana Sangrienta fue brutal y dejó miles de muertos. Ese hecho, real y condenable, ha sido utilizado para construir un relato unilateral de victimización. Pero la verdad histórica exige decirlo con claridad: la violencia comenzó antes, fue ejercida por la propia Comuna y condujo inevitablemente a un desenlace trágico. No hubo aquí un paraíso obrero aplastado por la reacción, sino una insurrección irresponsable que precipitó una guerra urbana.
Karl Marx transformó este fracaso en mito fundacional y lo elevó a modelo teórico de la llamada dictadura del proletariado. Desde entonces, la Comuna ha servido para legitimar regímenes totalitarios que repitieron, a escala infinitamente mayor, los mismos rasgos: desprecio por la legalidad, culto a la violencia y anulación del adversario político.
La verdad histórica, despojada de consignas, es severa pero clara.
“La Comuna de París terminó en una carnicería urbana sin parangón, donde los propios defensores de la ‘liberación’ ejercieron ejecuciones sumarias contra opositores y destruyeron deliberadamente gran parte de la ciudad que decían querer emancipar.”
La Comuna no fue el anuncio de un futuro luminoso, sino una advertencia temprana. En ella ya estaban presentes los elementos esenciales del totalitarismo comunista que el siglo XX padecería con consecuencias devastadoras. Glorificarla no es un acto de memoria histórica, sino una falsificación moral e intelectual.