
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Albert Fonse ()
Ottawa.- El miedo en Cuba no es un sentimiento, es una estructura invisible. Es el cemento que sostiene un edificio podrido que ya debería haber caído. Desde hace más de seis décadas, la dictadura ha perfeccionado el arte de gobernar con miedo. No con ideas, ni con justicia, ni con pan: con miedo.
Ese miedo no llega de golpe, se educa. Se aprende desde la escuela, donde se enseña a repetir y no a cuestionar. Se alimenta con el murmullo del Comité de Defensa, con el vecino que escucha detrás de la puerta, con el jefe que “aconseja” no meterse en problemas. Se hace rutina. Se hereda. Se transmite como un virus que muta en silencio y se vuelve parte del aire.
En Cuba el miedo no siempre viene del golpe, sino del rumor. La dictadura lo ha construido con historias que corren de boca en boca, con mitos de castigos y venganzas, con una prensa que no informa, sino que intimida. Es el miedo que se esconde detrás de las frases “mejor no te metas” o “ya tú sabes cómo es esto”. Un miedo que no necesita pruebas, solo ecos.
Por eso incluso los guapos, los que se caen a machetazos por cualquier ofensa, bajan la voz cuando se trata de decir “abajo la dictadura”. Ese miedo convierte al fuerte en manso, al hombre libre en sobreviviente. Es el miedo del que no tiene nada, pero teme perder algo: un trabajo miserable, un techo que se cae, la paz precaria de no ser notado.
Es un miedo que no defiende, sino que adormece; no protege, sino que encadena. El miedo en Cuba no impide perderlo todo, impide ganarlo todo: la libertad, la dignidad y el derecho a no callar.
El miedo es una sombra que cubre cada esquina. Está en la cola del pan, donde nadie reclama el abuso del policía porque todos saben que una palabra puede costar un expediente. Está en los hospitales, donde los médicos bajan la voz para hablar de política. Está en las cárceles, donde cientos de presos políticos pagan por haber roto el silencio.
La dictadura no necesita fusilar a multitudes: basta con que todos vean lo que ocurre a unos pocos. Cada golpiza, cada destierro, cada sentencia es una lección para el resto. El miedo se convierte en un manual de comportamiento, una pedagogía de la sumisión.
Pero el miedo no es invencible. Es una prisión sin rejas: basta dar un paso para descubrir que las llaves siempre estuvieron dentro. En julio de 2021, por unas horas, Cuba perdió el miedo. Ese instante bastó para demostrar que el país entero lo había estado conteniendo, no aceptando.
El miedo ha sido el arma más efectiva del régimen, pero también la más frágil. El día en que los cubanos comprendan que no hay nada más peligroso que seguir temiendo, ese día habrán ganado lo que el miedo les arrebató: la libertad.
Ha llegado la hora de romper el silencio. La hora de no temer, de mirar al poder sin agachar la cabeza, de decir lo que durante años fue prohibido. La libertad no se mendiga, se reclama. Vivir sin miedo es el primer acto de dignidad. Solo cuando Cuba deje de temer, será libre.