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Por Fernando Clavero ()
La Habana.- Germán Mesa no es un manager de béisbol: es un agente de la Seguridad del Estado nombrado manager del equipo Cuba. Su nombramiento al frente de la selección cubana para el Clásico Mundial 2026 no es una decisión deportiva, sino política. Es la recompensa perfecta para un delator que lleva tres décadas sirviendo al régimen castrista a cambio de prebendas y cargos.
Mientras peloteros como los hermanos Liván y Orlando Hernández eran crucificados por soñar con las Grandes Ligas, Mesa negociaba su impunidad con los mismos. Hoy le entregan las riendas del equipo nacional. El mensaje es claro: en Cuba, la lealtad al partido vale más que el talento, la ética o incluso los resultados deportivos.
La historia de su traición comenzó en 1996, cuando Mesa —junto a Orlando «El Duque» Hernández y Alberto Hernández— fue implicado en un intento de desertar. Recibieron ayuda del scout cubanoamericano Juan Ignacio Hernández Nodal. El desenlace fue revelador: mientras El Duque y Alberto recibieron sanciones perpetuas y tuvieron que huir del país, Mesa solo fue suspendido dos años. ¿La razón? Según testimonios de los propios Hernández, Mesa delató a sus compañeros a cambio de protección. El régimen necesitaba un chivo expiatorio para su teatro de la «lealtad revolucionaria». Mesa aceptó interpretar el papel a cambio de salvar su pellejo.
Las declaraciones de Liván Hernández son demoledoras: «Germán Mesa se paró en la corte en contra de mi hermano. Él chivateó». Incluso señaló a Pedro Luis Lazo como otro de los que testificaron contra El Duque. Pero Mesa —»el mejor amigo» de Orlando— fue el que más insistió en culparlo para limpiar su propia imagen.
El patrón es siempre el mismo: el castrismo utiliza a los atletas leales para castigar a los «traidores». Premian la delación con reintegración y privilegios. Mesa no solo regresó al béisbol en 1998: fue ascendido a cargos directivos en la Federación Cubana. Allí se convirtió en el ojo vigilante del Partido Comunista en los dugouts.
Hoy, mientras El Duque disfruta de sus cuatro anillos de Serie Mundial (ganados con Yankees y White Sox), Mesa sigue siendo un peón del sistema. Su elección como manager —a pesar de tener cero influencia para reclutar talentos de las MLB— confirma algo más. Al régimen le importa más el control que el rendimiento.
Como advirtió el periodista Francys Romero, Mesa «fue elegido por representar la opción políticamente más correcta», no la más competente. Es la misma lógica que convierte el béisbol en un «circo para calmar al pueblo». Es un espectáculo donde los héroes son los chivatos y los villanos, los que osaron escapar.
La afición lo sabe. En las redes, los comentarios son unánimes: «Es un chivato de la Seguridad del Estado», «apoyar a este equipo es respaldar la opresión».
Hace mucho tiempo, cuando Mesa caminaba por el Estadio del Cerro, los fanáticos le gritaban «¡chivato!». Este estigma perdura casi 30 años después. Su figura simboliza la podredumbre de un sistema donde el éxito deportivo se sacrifica en el altar de la ideología. Los atletas brillantes son marginados por negarse a ser informantes.
Al final, el nombramiento de Mesa es la confesión más triste. Cuba prefiere perder con un delator leal que ganar con talentos libres. Mientras el mundo ve jugadores, el régimen ve soldados. Y Mesa, el manager que lleva más miedo en el alma que estrategias en la libreta, es el recordatorio de que en la isla el béisbol nunca fue un juego. Es una herramienta de control. Por eso el equipo nacional no representa al pueblo cubano —representa a la dictadura que lo silencia. Y Mesa, su fiel chivato, es el capitán perfecto para ese naufragio.