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Por Arnoldo Fernández
Contramaestre.- Las manos oscuras, cada vez más oscuras. Carga trozos de carbón, grandes y pequeños. Luego recoge ramas secas. Sobre el anafre, primero las ramas, luego papeles encima. Raya una lija de fósforos y aparece el fuego, el fuego que salva el café del amanecer, las comidas del día.
Luego trozos, grandes y pequeños. Con una vieja tapa de aluminio, agita a uno y otro lado, el humo sube, entra a los ojos, a la nariz, a los oídos, estornuda, asoman lágrimas, se multiplica el cerumen, muchas lágrimas, el cuerpo huele extraño, muy extraño, puede sentirlo, pero no cesa de mover la tapa.
El humo invade las casas vecinas, asciende al cielo, puede verse desde cualquier lugar, aunque tiene muy claro que si deja de mover la tapa todo estará perdido.
Algunos inquilinos hablan, no toleran tanto humo, pero es que también tienen que provocarlo y no que queda otro remedio que ignorar, ignorar lo insoportable, porque ellos también provocan lo insoportable, todos lo provocan, el que no lo hace es porque se niega a comer.
Y así la vida se va, día tras día, las manos oscuras, muy oscuras, las uñas mugrientas, los pulmones muriendo en cámara lenta, los oídos toponeados por el cerumen, los ojos muy cerca de apagarse.
Un día amaneceremos convertidos en un trozo de carbón, uno sin humanidad alguna.