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Entre sharía y convivencia: migración, doctrinas clásicas y el reto de salvaguardar la libertad en Occidente

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Por Jorge L León (Historiador e investigador)

Houston.- Durante los siglos XVIII y XIX, los juristas musulmanes continuaron desarrollando una visión del mundo que provenía del pensamiento medieval islámico. En ella, la humanidad se dividía en dos grandes esferas: Dar al-Islam (la casa del Islam) y Dar al-Harb (la casa de la guerra).

La primera comprendía los territorios donde regía la ley islámica; la segunda, los que aún no habían sido sometidos a esa autoridad religiosa. De esta doctrina nacía el principio de que toda tierra conquistada debía permanecer musulmana, y si alguna vez era arrebatada, debía ser recuperada, pues su “pérdida” era considerada una afrenta sagrada.

Ese concepto jurídico, concebido en un contexto de expansión imperial y guerra constante, no fue solo una teoría: marcó siglos de política y conquista, desde la península ibérica hasta los Balcanes, y hoy —aunque adaptado a los tiempos modernos— sigue influyendo en corrientes radicales que ven en Occidente un territorio a disputar, no a convivir.

Europa, laboratorio de una fractura


En Europa, las últimas décadas han demostrado que la migración no es, por sí misma, un fenómeno negativo; pero se ha convertido en un campo de batalla cultural.

La llegada masiva de comunidades que, en parte, se niegan a integrarse, ha generado una crisis de convivencia donde se mezclan la fe, la política, la identidad y el temor. No se trata de maldecir la emigración —pues muchos musulmanes viven, trabajan y contribuyen honestamente—, sino de advertir un peligro real: el de una minoría activa, radical, que utiliza la libertad europea para socavar sus propios fundamentos.

Las contradicciones abundan: sociedades laicas que permiten tribunales de sharía paralelos; defensores de derechos humanos que callan ante la opresión interna de las mujeres en comunidades cerradas; universidades que toleran el discurso del odio disfrazado de identidad religiosa.

Europa, madre de la Ilustración, se enfrenta al dilema de ceder su cultura o afirmar su civilización.

La advertencia que toca a Estados Unidos

Estados Unidos, que ha sido ejemplo de tolerancia y coexistencia, enfrenta ahora un desafío similar.
Según estudios recientes del Pew Research Center, la población musulmana estadounidense supera los cuatro millones de personas, y el número de mezquitas ha crecido de unas 1,200 en el año 2000 a más de 2,700 en 2020.

Ese crecimiento, por sí solo, no es preocupante. Lo que sí requiere atención es el surgimiento de movimientos que buscan trasladar principios teocráticos al amparo de las libertades civiles norteamericanas.

En la práctica, muchos de sus promotores usan las leyes democráticas —la libertad religiosa, la de asociación y expresión— para impulsar normas contrarias a esos mismos valores: subordinación femenina, censura moral, intolerancia doctrinal y rechazo a la cultura laica.

No son mayoría, pero basta una minoría activa y organizada para alterar el equilibrio de una sociedad abierta.

Raíces doctrinales y peligros actuales

En el Corán (8:12) se lee: “Infundiré terror en los corazones de los infieles. Golpead sus cuellos y golpeadlos en todos sus dedos.”

Este verso, referido a la batalla de Badr, ha sido interpretado por teólogos modernos como un pasaje contextual, propio de una guerra antigua. Sin embargo, los movimientos extremistas lo han convertido en bandera permanente de una yihad ofensiva.

Ese uso político de los textos sagrados es lo que transforma la religión en ideología totalitaria.
La llamada sharía moderna, aplicada por regímenes como Irán, Arabia Saudita o los talibanes, no es solo un sistema legal: es un orden de dominación integral sobre la vida privada y pública.

En él, la religión sustituye al Estado, la fe a la razón y el dogma a la libertad.
Importar, defender o justificar ese modelo dentro de naciones cristianas, democráticas o seculares, constituye un peligro moral y cultural que no puede ser ignorado.

Convivencia sí, ingenuidad no

El deber del mundo libre no es expulsar al diferente, sino distinguir al creyente del fanático, al inmigrante que busca paz del militante que busca imponer su credo.

Las democracias deben proteger su apertura, pero también defender sus cimientos.

Para ello es necesario:

1. Integración real, no concesión cultural. Quien llega debe aceptar las leyes y valores de la nación que lo acoge.

2. Vigilancia legal e institucional ante toda forma de adoctrinamiento extremista.

3. Educación cívica sobre las libertades que Occidente ha conquistado con sangre y razón.

4. Colaboración interreligiosa basada en la verdad y el respeto, no en el silencio ante la intolerancia


Asi las cosas.

Así las cosas, Occidente no puede morir de su propia tolerancia. Europa ya paga el precio de su confusión: barrios enteros donde el Estado no entra, escuelas segregadas, ataques terroristas justificados en nombre de una fe que convierte al diferente en enemig

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