
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- En Cuba, el gobierno ha encontrado la solución definitiva para una crisis energética que mantiene a la isla sumida en la oscuridad hasta veinte horas al día: recoger basura. Mientras el Sistema Eléctrico Nacional (SEN) se desmorona con un déficit que supera los 1,500 megavatios y las plantas termoeléctricas caen como fichas de dominó, a la cúpula gobernante no se le ocurre mejor idea que convocar “trabajos voluntarios” para limpiar escombros en La Habana.
Es el surrealismo de un régimen que, ante el precipicio, responde con una escoba y un recogedor. El mismo gobierno que no puede garantizar un flujo eléctrico estable, que ha dejado a hospitales funcionando a medias y a familias conservando sus alimentos en la desesperación, ahora pide a la gente que, por amor a la patria, barra las calles. Es como si en el Titanic, mientras el agua inundaba la sala de máquinas, el capitán hubiera ordenado pulir los pasamanos.
La situación real es tan grave que resulta casi inenarrable. Cuba sufre apagones que duran hasta veinte horas, en un país tropical donde el calor es un verdugo y donde la falta de electricidad significa, también, la falta de agua, porque los pozos no bombean, y la falta de gas para cocinar.
El ministro de Energía y Minas, Vicente de la O Levy, ha admitido, con una crudeza inusual, que las reservas de combustible “no alcanzarán para todo el mes de octubre” y que solo hay existencias “para unos pocos días”.
Esta crisis no es un accidente, sino el colapso de un sistema. La principal central eléctrica del país, la Antonio Guiteras, se ha convertido en un chiste por sus constantes fallos, y más de 600 megavatios de capacidad de generación están paralizados por la escasez de combustible y piezas de repuesto. El gobierno, literalmente, no tiene con qué encender los focos.
Mientras la población se asfixia en la oscuridad, la respuesta de Miguel Díaz-Canel y Manuel Marrero ha sido refugiarse en un discurso beligerante y vacío. Aparecieron en televisión con uniforme militar hace unos días para advertir que cualquier protesta sería “procesada rigurosamente bajo nuestra ley revolucionaria”.
Han culpado al “bloqueo” estadounidense, una cantinela que ya no calma el estómago vacío de nadie, mientras callan sobre la incapacidad propia para invertir, mantener y diversificar un sistema energético que se cae a pedazos desde hace décadas. Han convertido la televisión estatal en un “tablón de anuncios y explicaciones”, donde se detallan con rigor universitario las razones del desastre, pero donde nunca se anuncia una solución real. El lenguaje del poder ya no comunica nada; solo delata su propio pánico.
En el fondo, este circo de los “trabajos voluntarios” es el último intento de una cúpula desconectada de la realidad por demostrar una empatía que no siente. Creen que limpiar la basura a la vista les hará parecer sensibles al drama que ellos mismos han ayudado a crear. Pero el pueblo no es tonto. Sabe que barrer las calles no enciende un bombillo, no llena una olla, no bombea agua a un edificio.
Los cubanos llevan años mostrando una resiliencia sobrehumana, pero la fe en sus gobernantes se agotó hace mucho. Ya no creen en Díaz-Canel ni en Marrero, pero tampoco en aquellos nonagenarios en la sombra que aún se piensan el pilar de la dictadura. Esa generación, anclada en un épico pasado, es hoy el mayor lastre para el futuro.
El régimen está atrapado en su propia ficción. Anuncia “planes de recuperación energética” cada año, pero la realidad es un bucle de apagones, escasez de combustible y descontento social creciente. Las medidas de “ordenamiento económico”, como vender el combustible en moneda dura e inalcanzable para la mayoría, no han hecho más que convertir un servicio básico en un privilegio de clase.
El gobierno ha demostrado que puede gestionar la crisis, pero es absolutamente incapaz de gestionar una solución. Por eso recurre al voluntariado: porque es la única herramienta que le queda en un arsenal vacío. Es la confesión última de su bancarrota.
Al final, Cuba se encuentra en un limbo agónico. El gobierno no tiene ni la capacidad técnica ni los recursos para enderezar el rumbo, y la población ha perdido por completo la confianza en sus líderes.
El “trabajo voluntario” es el símbolo perfecto de esta hora final: un gesto fútil, una coreografía desesperada para ocultar el hecho de que el rey está desnudo y el reino se hunde en la más absoluta oscuridad.
Lo único que queda por ver es si el derrumbe final del sistema llegará antes que la chispa que finalmente una a ese pueblo sufrido y bravo para decir «ya basta».