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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Lo único verdaderamente pundonoroso que les queda por hacer a los que dirigen en Cuba, la única hazaña que los sacaría de los libros de historia escritos por ellos mismos para meterlos en otro sitio, sería ponerse de pie, delante de las cámaras que tantas mentiras han dicho, y soltar una sola frase: «Lo sentimos. Nos equivocamos. Perdonen».

Sería más impactante que el discurso más largo del tirano muerto. Un minuto de silencio después de esa frase valdría por todos los aplausos coreados de los últimos sesenta y seis años. La isla entera se quedaría en pausa, escuchando el ruido de un paradigma que se rompe.

Pedir perdón por el hambre de la abuela que revuelve la misma agua con un hueso de pollo desde hace semanas. Por la miseria del ingeniero que arregla un ventilador con un alambre para que su hijo no se asfixie en la noche. Por los apagones que convierten las ciudades en archipiélagos de oscuridad y ansiedad, donde solo quedan en pie los focos de los comités de defensa. Y por la isla destruida, por el malecón que se cae a pedazos frente a un mar que ya no promete libertad, sino un viaje lleno de tiburones.

Pedir perdón por los muertos incómodos, por los que ya no están en los pósters pero cuyas sombras manchan las paredes. Por el Che asesino, el santo laico de la revolución, que firmó sentencias de muerte en La Cabaña como quien firma autógrafos. Por Raúl, el administrador de la escasez y el control, cuya eficacia más notable fue la de crear una maquinaria perfecta de vigilancia entre hermanos. También por los crímenes que no aparecen en los documentales, por los que se fueron en balsa y nunca más volvieron, ni siquiera de visita.

Entregar las llaves y someterse a juicio

Pedir perdón por el adoctrinamiento en las escuelas, por convertir las aulas en trincheras y la educación en un manual de consignas. Por la persecución al que piensa distinto, al que escribe un poema incómodo, al que canta una canción que no está en la lista oficial. Por los presos políticos, por los que están encerrados por tener una idea en la cabeza en un país donde la única idea permitida es la que ya viene pensada desde hace medio siglo.

Pedir perdón por el daño antropológico, que es la palabra más bonita para definir la desconfianza. Por haber convertido al vecino en delator, al amigo en sospechoso, y a la familia en el único refugio donde a veces ni siquiera se puede hablar en voz baja. Por el éxodo a cualquier parte, por la diáspora de médicos y artistas y camareros y hijos que se van a Miami, a España, a Guyana, a Brasil, a cualquier lugar donde no les digan cómo tienen que pensar para conseguir un cartón de huevos, o leche.

Y después, la parte más difícil: entregar las llaves. No a otra versión de ellos mismos, sino a una justicia real. A jueces que no lleven el apellido Castro en el DNI ni en el miedo. Ponerse en manos de alguien que no les debe nada. Eso sería el acto final, el verdadero gesto de grandeza que siempre dijeron tener y nunca demostraron. Pero no lo harán. Prefieren el silencio, el apagón, la isla a oscuras, antes que encender la luz de la verdad. Porque saben que con esa luz, por primera vez, todos los veríamos tal y como son.

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