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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Silvio Rodríguez subió a la escalinata universitaria con su guitarra y su mitología intacta, y de pronto todo volvió a ser 1975. O al menos eso quisieron hacer creer los fantasmas del castrismo nostálgico, esos que llevaban años arrastrando las alas por el suelo, avergonzados por la miseria, los apagones y el hambre que ellos mismos ayudaron a cocinar.

Ahí estuvo el trovador, cantando “Ojalá” como si el tiempo no hubiera pasado, como si Cuba no fuera un país donde la luz se va por 20 horas y la esperanza por décadas. Y cerca, como dos espectros necesitados de calor, el presidente Díaz-Canel y la no primera dama, sonriendo como si acabaran de descubrir la fórmula para resucitar muertos.

Los aplausos no eran solo para Silvio. Eran para ellos mismos, para la ilusión momentánea de que aún importan, de que su defensa del régimen no ha sido en vano. Porque llevaban años callados, escondidos detrás de la vergüenza de tener que justificar lo injustificable: niños desmayándose en las escuelas por hambre, ancianos muriendo en hospitales sin medicinas, jóvenes escapando hacia cualquier lugar.

El trovador, sin embargo, les dio permiso para volver a gritar. Le echó gasolina al avispero apagado de su fe fanática. Y ahora, en septiembre de 2025, resurgen como zombis bien alimentados por la propaganda.

Es curioso cómo funciona la máquina del olvido selectivo. Mientras Silvio cantaba “La era está pariendo un corazón”, en cualquier barrio de La Habana una madre revolvía la basura en busca de comida. Mientras el presidente coreaba las letras como si fueran consignas revolucionarias, una termoeléctrica se derrumbaba en por falta de mantenimiento. Pero eso no importa. Lo importante es el espectáculo: la foto, el video, el momento en que todo parece posible otra vez, aunque sea mentira.

Los mismos que llevaban meses muteados en redes sociales, evitando hablar de los apagones o de la inflación del 300%, de pronto recuperaron la voz. Comparten videos del concierto como si fuera la prueba definitiva de que la revolución sigue viva, de que la cultura resiste, de que el bloqueo es el único culpable. No mencionan que Silvio vive en una casa con generador, que el presidente tiene aire acondicionado las 24 horas, o que la primera dama probablemente nunca ha lavado ropa a mano en la oscuridad.

La ironía es brutal: el mismo artista que en los 70 cantaba sobre la utopía socialista hoy es el instrumento perfecto para distraer la atención de la distopía real. Su música, que antes era bandera de lucha, ahora es el telón de fondo de un gobierno que sobrevive a base de nostalgia y represión. Y sus seguidores, los que antes soñaban con un mundo mejor, hoy se aferran a él como si su guitarra pudiera tapar el ruido de los disparos contra manifestantes pacíficos.

Al final, el concierto no fue más que un paréntesis bonito en un país feo. Un respiro para los que necesitan creer que todo está bien, que el problema es solo eléctrico, no ético. Pero cuando se apaguen los focos y Silvio se vaya con su guitarra a su gira latinoamericana, volverá la oscuridad de siempre. O antes, porque los apagones volvieron al momento. Y entonces, hasta los aplausos más fervientes sonarán a falsos, como monedas de plástico en un país que ya no compra ilusiones baratas.

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